28 julio 2008

Ray & Dash por Juan Sasturain



Uno siempre los nombra sucesivos y en un orden determinado e invariable porque literariamente se supone que uno “deriva” del otro: primero Dashiell Hammett y después Raymond Chandler. Sin embargo –y esta semana, que se cumplieron 120 años del nacimiento del autor de The Big Sleep e inventor de Philip Marlowe, se pone en evidencia una vez más– el viejo Ray era mayor que el flaco Dash. Tres años mayor. Y los dos vivieron setenta años, se fueron en fila, sucesivos una vez más, hechos polvo, apenas antes y después de 1960.
En la única foto en que aparecen juntos, famosa instantánea de ocasión tomada en una tardía reunión de colaboradores de la celebérrima Black Mask que debe ser de finales de los treinta o incluso más tarde, están los dos de pie, uno en cada costado –Chandler con la pipa, Hammett pintón y canoso– recíprocamente distantes, si cabe. No recuerdo que Hammett mencionara a Chandler más que una vez en su correspondencia –una carta a Mary Hammett, del ’44, cuando estaba alistado y en Alaska, en la que hace referencia, con discreta coquetería, al famoso artículo de Ray en The Atlantic Monthly: “El simple arte de matar”, que incluye su elogio irrestricto–. Porque Chandler sí habló de Dash, y cómo: además de la consabida referencia de que “sacó el crimen (de los salones) a la calle”, la que más me gusta es la que dice que Hammett “escribió escenas que parecían no haber sido escritas nunca antes”. Es decir: Chandler puso el énfasis en el “cómo” de Hammett narrador, en su condición de escritor a secas. El lugar donde le gustaba que lo pusieran a él, claro. “Yo no escribo novelas policiales, yo escribo prosa inglesa”, dijo alguna vez con propiedad.
Pero volviendo al aniversario y a la cuestión de las edades y las proce/precedencias. El aparente misterio que los enfila en un orden determinado e invariable está dado porque uno, Chandler, empezó a publicar (tarde) en 1934 –se tomó seis meses para escribir su primer cuento dentro del género y ya tenía 46 años–, cuando el otro, Hammett, dejaba (temprano): publicó El hombre flaco en ese mismo año y –aunque no lo sabía: nunca se sabe eso– ésa sería su última novela, el último intento que terminaría. A los 43 años, exitoso y lleno de dinero y alcohol, no volvería a escribir nada más. Y eso que lo intentó, casi casi hasta el final.
Ese curioso empalme cronológico de la obra de ambos es similar a lo que pasó entre de Stevenson y Conrad, cuarenta años antes. Casi coetáneos, el tardío y maduro polaco algunos años menor empieza a publicar –La locura de Almayer es del 1895– justo cuando Stevenson muere, precozmente, a los 44, dejando una obra definitiva. Stevenson era delgado y enfermizo, frágil de fuelles –como Hammett–, y de algún modo escribió siempre contra reloj: sabía que no iba a durar mucho. El autor de El halcón maltés también se puso a escribir cuentos cuando la tuberculosis le había puesto supuesto plazo fijo. Zafó, pero quedó herido y con una obra densa y apretada en diez años, con un rush impresionante que abarca Cosecha roja, El halcón maltés, La maldición de los Dain, La llave de cristal y El hombre flaco entre el ’28 y el ’34. Impresionante.
Lo de Chandler fue, a la inversa, mucho más laborioso. Como la prosa, como las reflexiones de Marlowe. Como le costaba elaborar, no tiraba nada. Es sabido que usó el material de cuentos previos para armar la trama de The Big Sleep, en 1939, la primera aparición del impagable Philip. El personaje –ex policía, hecho con los retazos de otros personajes anteriores– tiene los años del siglo. El autor, en cambio, ya había pasado los cincuenta cuando escribe ésa, su primera y tardía novela. Después seguirían La hermanita, La ventana siniestra, La dama del lago, Adiós muñeca, la obra maestra definitiva El largo adiós, del ‘53, que es su verdadero final, y la flojita Play Back. Siete novelas. Y una inconclusa o apenas empezada que otro –Robert Parker– terminó sin éxito ni talento: Poddle Springs. No había mucho que hacer tampoco, con un inverosímil Marlowe casado con la millonaria Linda Loring. Al respecto, también Hammett dejó sesenta páginas de Tulip, algo que no era policial e intentó a principios de los cincuenta y ni se sabe para dónde iba. Así las cosas.
En estos días –acaso por razones que me implican– se me ha dado por pensar en la relación que se establece entre autor y personaje cuando un novelista desarrolla un protagonista fijo a lo largo de muchos años de creación. Sin salir del policial, Conan Doyle es ejemplar y monstruoso: escribió sobre Sherlock Holmes durante cuarenta años. El, el autor, pasó de ser un médico joven de fines del siglo XIX a un viejo espiritista al filo de la década del treinta –para no hablar de lo que pasó en el mundo en esos años transformadores– mientras el detective de Baker Street hacía como si nada... Para no hablar de Simenon y Maigret.
Hammett tuvo siempre la edad de sus personajes –el gordo de la Continental, Sam Spade, Ned Beaumont tienen treinta y pico, Nick Charles más de cuarenta– mientras Chandler le llevó siempre unos años a Marlowe, que nunca llegó a tener su edad, aunque en las últimas novelas anda en la cuarentena acaso larga. Es raro, eso: los autores de género, con personajes más o menos fijos, pueden empezar a escribir sobre alguien que es mayor que ellos, convertirse con los años en su coetáneo y en algún momento escribir sobre quien puede ser su hijo. Y la mirada que se pretende constante e invariable se modifica, claro que sí. Para no hablar de los lectores: leímos a Chandler-Marlowe a los veinte años y los releemos cuarenta después.
Somos otros, como podemos; y ellos también, cada vez mejores.


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