22 julio 2008

La luz que no se apaga


Hay aquí, como en tantas novelas negras, un crimen en un lugar cerrado, isla y cárcel, el campo de Guantánamo: aparece en la bahía un muerto, sargento americano ahogado mientras nadaba de noche, o quizá suicida, o víctima de un asesinato. Revere Falk, agente del FBI, investigará el caso en medio de insalvables enredos que urden los mismos que le encargan la investigación. Falk, arabófono, es interrogador y, en el momento en que se le encomienda la misión policial, un prisionero yemení acaba de soltarle el nombre de su contacto con Al Qaeda, Hussey, palabra misteriosa que asume la función que cumplen el anillo legendario o la carta lacrada en las novelas de Walter Scott. Para caldear el ambiente, llegan a Guantánamo tres jefes de Washington con la tarea de "valorar la seguridad y eficacia" en sistemas de vigilancia e interrogatorios.

Dan Fesperman, periodista de Baltimore dedicado a conflictos internacionales, iba a la universidad en tiempos de la caída del presidente Nixon, estaba en Jordania cuando la primera guerra del Golfo, en Berlín durante las guerras de Yugoslavia, y cerca de Afganistán y Pakistán en estos últimos años. En El barco de los grandes pesares (RBA) imaginaba las andanzas de un policía de Sarajevo, Vlado Petric, expatriado en Berlín y, por casualidad, tras la pista de croatas criminales en la II Guerra Mundial, amigos de los nazis, los americanos y la Iglesia católica. Fesperman, que conoce Guantánamo de una visita periodística, quiere ahora, en El prisionero de Guantánamo, adivinar novelescamente cómo podrían utilizarse las informaciones extraídas a los presos para fabricar y vender nuevas guerras, y, al mismo tiempo, justificar la existencia del campo de detención. ¿Qué pasaría si descubriéramos una trama entre Al Qaeda y Cuba?

El agente Falk, del FBI, está atrapado en la atmósfera del campo, lo verdaderamente interesante para el novelista Fesperman: la reunión de cientos de presos y miles de vigilantes, más 120 interrogadores, traductores, lingüistas y analistas, "un experimento psicológico sobre comportamiento bajo presión". Cautivos y carceleros se someten a estrictos sistemas de castas. El proletariado militar no se confunde con la oficialidad, los funcionarios de la CIA, el FBI, los mercenarios de las empresas privadas. Los prisioneros son clasificados por su nivel de peligro y colaboración, recluidos en celdas minúsculas, bajo la luz que no se apaga, un símbolo de Guantánamo que ha llegado a convertirse en canción popular. Patti Smith, en Without chains, canta al prisionero "que sueña encadenado, con las luces encendidas".

Fesperman imagina, incluso, cómo ven la prisión los cubanos que miran desde fuera: alambradas dentro de las alambradas, "círculos concéntricos de cautividad", prisioneros en monos naranjas bajo focos anaranjados, "partículas radioactivas moviéndose en la platina de un microscopio". Y transcribe las ensoñaciones del joven preso yemení, Adnan Al Hamdi, fábulas con hombres como serpientes y ratones, la pesadilla defensiva para combatir la pesadilla inevitable de la realidad. Pero El prisionero de Guantánamo quizá sea el agente Falk, de repente en peligro, perfilado según los estereotipos de la novela de intriga: tuvo una mala infancia, un padre alcohólico, y es listo, serio y cuidadoso, buen funcionario, con las debilidades mínimas que lo humanizan. Fue marine, y una insensatez juvenil lo hizo fugazmente espía cubano. Se habla de eso en los interrogatorios: la conexión cubana de un infante de marina que llegó inverosímilmente al FBI. Su contacto habanero en Miami es el mejor personaje de la novela.
Falk bebe para aguantar, aunque no siente especiales molestias morales por el trabajo. Le fastidia la ineficacia de ciertos procedimientos de interrogatorio violento, pero se preocupa fundamentalmente de sí mismo, que quizá pase de interrogador a interrogado, y por su novia, interrogadora militar, que quizá lo traiciona. Guantánamo es un mundo bastante insano.



No hay comentarios: