Una nueva colección dirigida por Juan Sasturain recupera el tradicional género que supo plasmar con diferentes matices, Rodolfo Walsh. Aquí, una reseña sobre el original lanzamiento y entrevistas con los autores.
Por: Guido Carelli Lynch
Mal que le pese a Carlos Gamerro el policial negro y argentino goza de buena salud. Nadie lo mató, tampoco se suicidó, mucho menos se lo cargó un personaje decadente de Dashiell Hammett. No, definitivamente está vivito y coleando.
La aclaración bien vale, luego de que el autor de Las islas y El escritor irlandés y la tradición, un voraz y erudito lector del género, declarara primero en Ñ #98, en 2005, y luego en otros medios de difusión cultural, que el policial negro, vale decir, aquel subgénero signado por la violencia incoherente en lugar de aquella justificada en los enigmas y acertijos lógicos, que desentrañaban los héroes inventados por Sir Arthur Conan Doyle y Edgar Allan Poe, ya no tiene razón de ser por estas latitudes. Es que para Gamerro, el género que tan bien plasmó y encarnó en su calidad de narrador y periodista/protagonista Rodolfo Walsh en contraposición al tándem intelectual de Borges y Bioy, perdió credibilidad justo después y para siempre de que la realidad le ganara por goleada a la ficción en la última dictadura. "Después del Olimpo no se puede hacer novela negra", sentenció Gamerro.
La objeción al fatalismo de Gamerro no saldrá de estas líneas ni de la respuesta sesuda de otro crítico o escritor. La demostración de la vigencia del policial nacional y negro salió del propio campo de juego literario, más precisamente de los cuatro ejemplares iniciales de Negro absoluto, la colección dirigida por Juan Sasturain uno de los principales sostenedores de la tradición que para Gamerro se agotó en los 80'.
Con matices diferentes, Santería, de Leonardo Oyola, Los indeseables, de Osvaldo Aguirre, El síndrome de Rasputín, de Ricardo Romero y El doble Berni, de los "uruguayos" Elvio Gandolfo (que aunque nació en Mendoza, vive en Montevideo desde hace años) y Gabriel Sosa, ocurren –tal como festejó Sasturain- "acá a la vuelta".
Sin embargo, sólo la novela de la dupla oriental, transcurre en el marco reconocible del itinerario que el protagonista Jorge Lucantis construye una y otra vez entre Rosario y Palermo a lo largo de la investigación para saber quién mató a su amigo el pintor Roberto Taborda, un presunto falsificador de Antonio Berni.
Aguirre, por el contrario, decide viajar en el tiempo y retratar los bajos fondos de la Buenos Aires infame del 30. Apelando a la imaginería colectiva e instalada del género, construye un no por estereotipado menos efectivo y creíble héroe, Gustavo Germán González. Este periodista de la sección de policiales del diario Crítica, de la familia Botana, pugna por esclarecer y anticipar la primicia que significa el asesinato de Madame Ruby, la prostituta que aparece muerta en el Parque Lezama, y por desnudar y denunciar al mismo tiempo –en este punto reside su rasgo más distintivo de novela negra- la hipocresía decadente y reinante de la elite de aquellos años.
Mucho más actual y comprometido es el desdibujado, ficticio y lúgubre Puerto Apache que pinta Leonardo Oyola. Este valor, no ya promisorio sino bien actual de la nueva generación de narradores, aprovecha esta entrega de un siempre considerado género menor, para plasmar un lenguaje coloquial pero poético, con algún parecido al que acostumbra Cucurto pero con musicalidad propia. No obstante, en la carrera contrarreloj de Fátima Sánchez, la Víbora Blanca, por anticiparse a su Némesis, la Marabunta, extracto de otra sugestiva villa miseria, y en la denuncia de una Buenos Aires que hace de sus rascacielos espejados el símbolo mentiroso de su progreso, Oyola se sirve de la estructura arquetípica de la novela negra. Policías en connivencia con ladrones y prostitutas cobijadas por el poder son ejemplo de lo primero. Sin embargo, Oyola logra en el mismo proceso narrativo salirse de las ataduras del género estrictamente policial y crear, merced del terror, el suspenso y su talento creativo una obra mucho más duradera, que además es un guiño a la obra de Juan Martini.
Ricardo Romero, en cambio, forja una Buenos Aires futurista, "como una foto en movimiento". Esta ciudad post bicentenario, con 2 obeliscos y franqueada por columnas de humo omnipresentes y sugestiva y proféticamente actuales, es la geografía por la que deambulan los protagonistas siempre gobernados por sus tics nerviosos y automáticos. Maglier, Muishkin y el resucitado Abelev, enfermos de Tourette, además de investigar quién quiso matar al tercero, sobreviven, como Rasputín, a su pesar, pese a todo, incluso a ellos.
Cabe concederle a Gamerro que ninguna de estas cuatro novelas transcurre en la Buenos Aires actual y palpable. Y si bien Sasturain explica y también acierta al afirmar que "la referencia sobre la situación argentina está de manera sesgada como debe ser en literatura" y en que "está lo esencial, no lo fotográfico", bien valdría –sólo para variar- y terminar de desdecir a Gamerro en los hechos, más allá de las palabras, un intento por crear una historia actual que no resulte "obvia" ni esté contaminada por las temáticas y los vicios del mal llamado –por lo redundante del término- "periodismo de investigación".
Negro absoluto constituye de una manera u otra y empero de sus defectos y su ritmo frenético, acelerado in extremis, a veces –es cierto- apurado, un firme manifiesto de la vigencia de un (sub)género olvidado por la crítica y los propios lectores, que en la década pasada no acompañaron las iniciativas del sector por resurgir.
Es además un más que interesante espacio para constatar el ingenio creativo de una nueva generación de narradores. A excepción del experimentado Gandolfo, que hace gala de su oficio, como señala Sasturain, para "construir la sutil psicología de sus personajes"-y del apasionante retrato de época de Aguirre, un erudito del policial, la flamante colección pone a prueba a escritores que ya habían insinuado en otros contextos.
La refundación de Buenos Aires, aunque sea travestida, como capital de estos crímenes, de estas investigaciones que no buscan justicia sino verdad –característica intrínseca y diferenciadora de la novela negra- niega una vez más la descripción también brillante de Gamerro, que anteponía los escenarios foráneos que Pablo de Santis y Guillermo Martínez eligieron para sus exitosas y más cuidadas novelas de enigma.
Sin embargo, hay que decirlo, Negro absoluto es antes que todo y primero que nada, buena literatura, a secas. Vale aclarar y reconocer que a veces crítica, escritores y editores confunden las discusiones estéticas con las comerciales. Por eso a Claudia Piñeiro, a quien los actores mencionados, la propia obra y los sucesos ajenos erigieron como un exponente del policial argentino contemporáneo, acepta aunque renegando de buen grado esa discriminación, porque de no ser así, seguramente hubiera pertenecido a otra fantasmagórica clasificación, la de la literatura de género (femenino).
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