Roberto Saviano, autor de «Gomorra», esa impactante denuncia de las actividades de la Camorra, vuelve a escribir sobre su Nápoles natal. Se trata de dos relatos en los que una honda violencia, perpetua y arraigada a la historia de su tierra, late tras cada detalle de la narración. En este pasaje la dureza de la guerra en Afganistán corre en paralelo a la cotidiana violencia napolitana
Enzo se había alistado en el ejército con la clara intención de ir a una misión de paz. Había dejado el gimnasio, donde era uno de los mejores. Suele creerse que la gente se alista por dinero. Y con demasiada frecuencia se emplea la palabra «mercenario». Mercenario. Suena bien, fuerte, feroz, crítica en la medida justa. Adolece de cierto aire romántico. Quien combate no debería hacerlo por dinero, sino por amor a la patria. De veras que da risa.Y los muchachos de por aquí, cuando discuten con los de su edad que les insultan llamándoles mercenarios, ni siquiera se sienten ofendidos. Es difícil entender por qué los únicos que no deberían trabajar por dinero habrían de ser precisamente los soldados. Cuando se parte hacia las misiones se gana el triple de dinero, a veces el cuádruple. Pero está todo lo demás. Lo demás es la posibilidad de crecer, de hacer algo que lleve el distintivo de la respetabilidad, del compromiso, de la paga extra y de los días festivos, de ser reconocido como persona de valor, de ser considerado. Ver un poco de mundo.Y para algunos ver qué efecto tiene hacer la guerra, disparar y que te disparen. Invadir, golpear, desafiar. Pero para muchos, ir y volver lo antes posible, regresar conservando el pellejo.Y algunas fotografías.
Soldados de guerras distintas. El sur de Italia tiene el récord de jóvenes muertos por causas violentas. Mientras recordaba para mí su ciego encuentro, Maria tenía los pómulos humedecidos por las lágrimas. Pero dejó de llorar casi de repente. Como si hubiera decidido poner un dique a la marea que estaba por remontar.
La primera vez la vi abrazada a un ataúd, de rodillas. En la iglesia. Pequeña, más pequeña de como es ahora ante mis ojos.Y me parece que la estoy viendo de nuevo. Para calmar el recuerdo, Maria coge agua y empieza a beber. El agua le cae por la comisura de los labios.Todo en ella parece silenciosamente famélico. El hambre, la sed, el sueño. Todo parece ser una señal de vida, una vida que se mueve bajo la piel, pero como un combustible que ni siquiera por un momento le permite apagarse. Rendirse. Maria hace un gesto, hermoso, de esos que no puedes ignorar cuando lo ves de cerca, y te notas la sangre que te corre por dentro. Un gesto que también hacía siempre mi madre cuando tenía calor. Un gesto que se hace en el campo. Se meten los dedos en el agua que queda en el fondo del vaso después de habérselo bebido y se pasan por el pecho, exactamente entre los dos senos, donde el sudor no baja bien, como aclarándolo. Un gesto que debe de ser instintivo, puesto que tiene el mismo descaro que meterse los dedos en la nariz o quitarse un trocito de carne de los dientes.Y sin embargo, se hace con naturalidad. En ese momento veo la placa que Maria lleva en el cuello. Nada de cruces, nada de estampas religiosas, nada de símbolos de beata, nada de rostros de santos, nada de rosarios. Solo la placa de identificación de Enzo. Deformada por el fuego, por el calor. Y me viene a la mente una escena ocurrida durante los funerales de Enzo. Todos sus amigos del gimnasio tenían las manos apretadas, todos, sentados en los primeros bancos de la iglesia. En el momento de la comunión no se pusieron en fila delante del cura, solo se pusieron en fila las viejecitas, mientras que todos los chicos, militares y no militares, veteranos, compañeros de armas, todos se pusieron sus placas entre las manos. Todos llevaban la placa. Se la quitaron del cuello y en el momento exacto en el que el cura daba la hostia a las viejecitas, ellos se metieron en la boca su hostia de metal.
Miré a mi alrededor. Todos lo hacían. Cogí mi propia placa y la apreté entre los dientes. También yo la llevo, y me parece como si la llevara desde que nací. Es una placa de identificación militar, lleva escrito ni nombre, el apellido, la fecha y el lugar de nacimiento, el grupo sanguíneo y una frase en latín de Terencio. Lo suficiente para que se me reconozca, lo suficiente para sintetizar lo que soy: para llevarme de forma escrita colgado al cuello. Todos o casi todos los que conozco tienen la placa, como una biografía de metal colgante. Parece ser una seña de identidad de los jóvenes de la periferia, una provocación, una declaración del estado permanente del conflicto metropolitano. Como una necesidad de sentirse soldados sea como sea, incluso sin ejército, odiando la guerra y amando el combate. En realidad la placa es más bien uno de los elementos determinantes para comprender a mi tierra, a mi pueblo, a mi gente. Un viejo compañero mío de la escuela de medios de comunicación, Salvatore, fue identificado gracias a la placa. Salvatore trabajaba como «escolta» de tráileres cargados de droga hasta los topes que habían de evitar los puestos de control. Los tráileres llenos de coca o de hachís viajan casi siempre con dos coches señuelo que controlan las carreteras por las que tienen que pasar, señalando los puestos de control o la presencia de coches de los carabineros y de la policía. Cuando hay un puesto de control, el camionero opta por saltárselo saliendo de la autopista para volver a entrar unos kilómetros después, y si esto no es posible, interviene lo que en algunas zonas llaman «el cacharro», esto es, un coche destartalado que acompaña, siempre a distancia, a los cargamentos importantes y que en caso de necesidad se acerca a los puestos de control conducido de manera vistosamente peligrosa, con la intención de hacerse detener para que el cargamento pase inadvertido. Salvatore era conductor de cacharros. Se había hecho famoso porque, cuando escoltaba los tráileres y no conseguía que lo pararan en los puestos de control, no daba la misión por perdida, sino que estrellaba expresamente el coche al azar, provocaba accidentes a propósito, de modo que a causa de la emergencia había que desmontar el puesto de control y los coches se dirigían al lugar del desastre. Salvatore acabó mal. Se salió de la carretera después de haber estrellado voluntariamente un jeep. El coche se incendió, aunque no del todo, de modo que las llamas le envolvieron lentamente, mientras el motor se quemaba y el humo negro entraba en el habitáculo. Cuando llegaron los bomberos, Salvatore estaba completamente quemado. Pero pudieron identificarlo de inmediato porque llevaba la placa.También él, como todos. Nombre, apellido, fecha, lugar de nacimiento y grupo sanguíneo. Y en el reverso,el nombre de su prometida. Un anexo a su biografía de metal. Ahora los médicos, bomberos y policías tantean siempre con las manos bajo el cuello buscando la placa, así evitan tener que mirar en los bolsillos, coger la documentación o preguntar su nombre a los moribundos. Y cuando no la encuentran es como si se hallaran delante de un tonto, como un joven que no se ha puesto el casco, una imprudencia de quien, deambulando por territorios de guerra, no se adapta. La placa es un objeto ordinario, incómodo. Cada vez que alguien nos abraza y hace frío, este sello de metal provoca la reacción de echarse atrás de un salto si llega a entrar en contacto con la piel del otro, y en verano se te engancha con el pegamento del sudor del pecho, y cuando haces el amor está ahí balanceándose sobre la nariz de la muchacha o incluso acaba por metérsele en la boca. No tengo un solo amigo que no me haya enseñado la placa mordida, según él, por sus mujeres: yo me estrujo los ojos sobre el metal, pero no veo más que microscópicosrasguños. Según su versión, cada rasguño es de un canino femenino distinto.
La señal de un país en guerra
La placa es una señal. La señal de un país en guerra. De una parte de país en guerra. Un país en guerra que no sabe estar en guerra. De hombres que se queman en distintos frentes. Se queman como Salvatore o como Enzo.
Mientras hablamos y yo trato de salir de la situación embarazosa enseñándole mi placa, Maria se levanta de sopetón y saca del armario un vestido de vivísimos colores. Me lo enseña. Y en medio del negror de los vestidos y la penumbra me causa el mismo efecto que una linterna que me apuntara directamente a los ojos. Dentro de tres días será su cumpleaños. El vestido que Maria llevará en su fiesta es el que habría llevado el día de la promesa de matrimonio. Me doy cuenta de que no sé su edad. De que ha sido algo que siempre he dado por supuesto, adscribiéndola a una edad genéricamente joven. Se lo pregunto directamente:
-¿Cuántos años tienes?
Maria me mira, traga saliva.Tal vez es que en los últimos meses nadie le había vuelto a hacer esa pregunta.
-Diecisiete, dentro de tres días dieciocho.
Pienso que no lo he oído bien.
-Diecisiete.
Enzo tenía veintiuno. Los soldados casi nunca tienen una edad precisa. Cuando no se les considera feroces o asesinos, son todos genéricamente jóvenes. Pero cuando la juventud se detiene con una anotación en el registro civil, veintiún años para morir son poquísimos hasta para un soldado voluntario, que ha ido a Afganistán para pagarse la boda y conseguir un crédito.Y cuando se pronuncia la edad, la distancia del acontecimiento, del uniforme, del deber, de la tierra lejana, se te acerca hasta darte en las narices. Aquel «diecisiete» dicho con tanta sencillez, como se dice la propia edad,me ha hecho estrellarme como contra un cristal que no ves por su propia transparencia mientras andas. El de haber creído que era una chiquilla. Era una niña. Es una niña. Una chiquilla viuda. Una esposa blanca. Diecisiete años. La sensación es como estar ante algo sagrado. Una especie de imagen arquetípica que se presenta de nuevo como una vestal trágica de las épocas históricas. Las muchachitas que quedaban viudas de muchachitos soldados. Que se volvían intocables para todos porque estaban siempre protegidas por el fantasma de sus aspirantes a maridos. La tenía ante mis ojos. Me venían deseos de repetir los habituales salmos laicos de las discusiones de tranvía, de los políticos de tertulia, que todo permanece siempre igual, que nada cambia, que no hay diferencia entre el pasado y el presente. Pero es la propia Maria la que detiene la tentación. Salimos de nuevo y me lleva al bar de debajo de su casa. Está lleno de veteranos. Lo ha montado un ex paracaidista de la Folgore. Había estado en Somalia y se había involucrado en historias de fotografías y tortugas atrapadas bajo las orugas de los tanques, y se había ido dejando a su mujer en el bar.Allí estaba Tommaso, enganchado al videopóker. Había hecho la guerra en Bosnia y odiaba a todos los militares de todas las demás misiones. Gastaba verdaderas fortunas en el videopóker. Perdía todo lo que era posible perder.Y ganaba lo justo para encontrar una motivación que le permitiera seguir jugando. Maria quería que yo hablara con él o, como mínimo, que tuviera ocasión de conocerle.Tommaso era uno de los veteranos más resentidos, alguien que desde que había vuelto no tenía un momento de paz...
Roberto Saviano Escritor. Autor de «Gomorra»
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