Memorias. El día que cumplió los 77, P. D. James decidió escribir sus memorias, o mejor, comenzar un diario que, además de dejar constancia de aquel año, iría reconstruyendo su vida entera. Pero, como bien sabía la famosa novelista, la biografía de un escritor es la de su desarrollo intelectual y de su escritura, más que la de sus peripecias vitales, así que La hora de la verdad ha terminado por ser una curiosa fusión. Teoría literaria, reflexión política, inquietudes religiosas, recuerdos personales, y todo ello al hilo de la actividad desenfrenada de la que ya era una celebridad. Una gran dama del crimen, que aquel mismo año -no del calendario, sino de cumpleaños a cumpleaños- publicaba una de sus novelas más importantes, Una cierta justicia, y recibía un escaño vitalicio en la Cámara de los Lores.
La primera anotación del diario, subtitulada 'Un año de mi vida', está fechada el 3 de agosto de 1997, y sigue, más o menos pegada a su planteamiento original -contar los sucesos ocurridos entre registro y registro, y retroceder en flash-back según va pidiendo la memoria- hasta el 2 del mismo mes de 1998. Ese año, lady James no paró. Casi siempre en tren -como yo, adora el tren- recorrió todos esos pequeños pueblos británicos, tan parecidos unos a otros y tan distintos al mismo tiempo, centenares de iglesias, conciertos, librerías, almuerzos con discurso. Reuniones, firmas de libros -toda la promoción de Una cierta justicia-, la gira americana, tan agotadora y excitante como la inglesa. Pero P. D. James encuentra el momento, cada dos o tres días, para seguir con ese trabajo metódico y autoimpuesto que es el diario, y en él deja constancia de los temas de que habla, es decir, de sus ideas. Así que la primera trama argumental, por así decir, es una trama fría. Vemos una mujer inteligente, en la cúspide de la fama de una escritora, con la madurez suficiente como para mirar atrás, y la fuerza necesaria para responder a una agenda vertiginosa.
Claro que enseguida encontramos recurrencias significativas. Por ejemplo, todos los domingos asiste a la iglesia (anglicana), a la misa, y algunas veces a otros servicios litúrgicos: los maitines o las vísperas. No es que se defina constantemente desde el punto de vista religioso o doctrinal. No hace falta. Tampoco hay grandes definiciones políticas, pero alguna vez asiste a ciertas reuniones de los tories, almuerza con lores y obispos, y está el tema de la Cámara alta. En suma, estamos ante una señora conservadora y religiosa, aunque se presente con una cierta distancia elegante, en uno y otro tema.
Esa distancia se observa también respecto a la fama literaria y sus servidumbres. La recurrencia de las preguntas -por qué novela policial, de dónde saca los temas, qué método sigue para escribir...-, el cansancio de las firmas de libros, los viajes, los hoteles... Y entonces es cuando se puede sumergir uno un poco más, y ahí está Cambridge y la familia. Las hijas, los nietos. Y la gata. Y las amigas, alguna muriéndose. Ese presente vital de los afectos contados con un pudor infinito, ese pudor típicamente británico. Pero desde el que se puede bucear en el pasado. Y la mirada a la muerte, sin altanería pero sin escaqueos.
Así que, por fin, el pasado. Es decir, Phillis Dorothy James, nacida en 1920, que de niña visitaba a su madre internada en una clínica psiquiátrica, mientras la hermana más pequeña desconocía dónde pudiera estar; que de joven madre visitaba a Connor, su marido, en sucesivos internamientos por problemas mentales a consecuencia de la guerra; y la guerra -que es la Segunda Guerra Mundial-, los bombardeos nítidamente recordados, la escasez, el miedo. Por ella misma, por sus hijas tan niñas, por su marido en el frente. Y la viudedad. Y la nostalgia, porque la fama y el dinero han llegado después.
El pasado es también el trabajo. En hospitales primero, en Interior enseguida, en la policía, en el espionaje. De ahí arrancará la novelista, del contacto, puramente burocrático con el crimen, y tras el éxito de sus primeras historias -Cubridle el rostro, Un impulso criminal-, la dedicación exclusiva a la literatura. A la literatura popular, dice ella, con una especie de humildad que levanta más si cabe su importancia y la agudeza de su reflexión.
Porque lo de literatura popular es, en el caso de P. D. James, bastante discutible y, desde luego, nada peyorativo. Es verdad que la seriación de las obras, gracias a un personaje protagonista, y la elección de las tramas criminales, la sitúa voluntariamente en la literatura de género. Ahora bien, no hay concesiones ni simplificaciones. Adam Dalgliesh, el policía viudo y taciturno, poeta más que ocasional, rabiosamente guapo, es más de pensamiento que de acción. Los personajes y las tramas se sostienen en un nivel de crueldad tolerable, interior, y la mirada de la escritora llega al fondo de la diferencia individual, así que crea sujetos completos, verdaderos caracteres. Y el paisaje, y el clima, acompañan con fuerza romántica y una singular eficacia los pasos de la acción. Esos paisajes, muy especialmente el mar, el cielo tormentoso, los caminos escarpados: uno podría estar en algunas noches de Friedrich, por ejemplo, o en algunas tormentas de Turner. Como si lo que pasa en el alma criminal, y en la torturada alma policial, se amplificara en una naturaleza cómplice en la distancia ... No es raro que, como en una de mis preferidas,
Muertes poco naturales, los sucesos se den entre escritores. Ese mundo que James conoce tan bien. La emoción del libro, intacta con cada uno; los momentos desiertos y la excitación de la escritura; la presión de la fama. El mundo de la literatura termina siendo el verdadero protagonista de La hora de la verdad. Y muy especialmente, el de la literatura criminal y la participación de las mujeres en el género, que suscita una reflexión constante.
Texto: Rosa Pereda
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