JUSTO NAVARRO 29/03/2008
Qué gran hallazgo es El asombroso viaje de Pomponio Flato, de Eduardo Mendoza, novela de crímenes en la Galilea de los tiempos de Augusto y Herodes Antipas, tierra amable, de olivo y vid, pero levantisca, de judíos rebeldes a Roma. En la ciudad de Nazaret ha sido asesinado el rico Epulón, y el culpable espera la ejecución tras juicio sumarísimo. Se trata del carpintero José, esposo de María y padre del niño Jesús. El relato criminal es también un evangelio apócrifo y un episodio histórico, contado por un romano, Pomponio Flato, en carta a su amigo Fabio, de quien nada sabemos. El pobre Flato, fundamentalmente bueno y razonable, pertenece al patriciado, pero nosotros lo encontramos en un momento de pavorosa quiebra física y económica, harapiento, maltrecho y en ayunas. No tiene acreedores porque nadie le presta. "Levántate", le dice el niño Jesús, como a uno de los muertos a los que resucitará en el futuro, y le encarga que demuestre la inocencia de José, su padre.
Pomponio es un viajero en busca de la fuente cuyas aguas dan sabiduría. Los detectives de la literatura de misterio han perseguido siempre la verdad pura, y la mitología abunda en manantiales reconstituyentes, origen de inmortalidad, energía física e intelectual, y olvido, elemento muy necesario si se va a ser inmortal. Cuando Plinio el Viejo hablaba de un agua que aumenta la sapiencia y acorta la vida, quizá tenía presente el testimonio de Pomponio Flato, fisiólogo filosófico, al que también recordaría probablemente en la descripción de fuentes fantásticas su casi contemporáneo y homónimo Pomponio Mela, geógrafo latino de la parte de Cádiz. Pero Flato, en su exilio científico por las más remotas regiones del Imperio, es ahora el investigador del asesinato de Epulón, y, así como Philip Marlowe presentaba el rasgo personal de jugar al ajedrez consigo mismo, el patricio romano arrastra, como peculiaridad muy suya, los males de la aerofagia y el meteorismo crónicos. Ha bebido, sediento de saber y certeza, algún agua mefítica y padece un malestar que une "lo estruendoso y lo impredecible". El afán peligroso de conocer los secretos del universo ha intoxicado al detective.
A pesar de que en su noble nombre coincidan la pompa y el viento, la autoridad ostentosa y el hinchado vacío, Pomponio Flato es un ejemplo permanente de magnánimo sentido común, devoto discípulo de Aristóteles y Estrabón. Pero está viviendo un trance difícil en Nazaret, conocida por sus aguas medicinales, tortuosa, retorcida y traicionera como cualquier otra ciudad de novela negra. El rubio Jesús, niño de corta edad y larga inteligencia, "de orejas de soplillo", será el cliente y ayudante del investigador. Les toca la misión de descubrir al auténtico culpable. "Que se haga la voluntad de Dios", dice Jesús, y el Sherlock Holmes romano responde: "No mezcles a ningún Dios en este asunto". ¿Qué razones para callar tiene el carpintero condenado, que, además de aplicarse en la fabricación de su propia cruz, renuncia a defenderse? El principal interesado en que resplandezca la verdad es quien con más decisión la oculta. Se acerca el mediodía. La sentencia se cumplirá al crepúsculo. Entonces interviene la diosa Fortuna, y el tribuno Apio Pulcro, menos brutal que venal, se embarca en una operación inmobiliaria, la recalificación por desacralización de un solar anejo al templo. Eduardo Mendoza ya había contado genialmente en La ciudad de los prodigios las operaciones especulativas para abrir el Ensanche de Barcelona hacia 1900, y parece que la compraventa de bienes raíces tuvo su importancia en los orígenes del cristianismo, como se ve en los Hechos de los Apóstoles, capítulos 4 y 5, sobre las transacciones inmobiliarias de los primeros fieles. La ejecución puede esperar un día.
Pero los sacerdotes del Sanedrín, "holgazanes, acomodaticios, propensos a estar a bien con el poder", demuestran especial diligencia en la crucifixión de inocentes, lo que, por los caminos inescrutables de la providencia, beneficia al reo y carpintero José, encargado de fabricar nuevas cruces en cuanto el caso, como suele ocurrir en las novelas de misterio, se complique con nuevos asesinatos especialmente crueles. Eduardo Mendoza presta auxilio a sus investigadores enviándoles un confidente: el escrofuloso Lázaro, tullido, endemoniado y avariento como todo buen mendigo, famoso por pedir a la puerta del rico y arrebatarle la gloria (Lucas, 16:19-31). Hay sospechosos: el efébico mayordomo griego, los herederos del muerto millonario. Hay interrogatorios entre los vapores de una sauna de película de la serie negra. El enigma es en apariencia insoluble, pues el crimen ocurrió tras la puerta cerrada por dentro que debía reparar José. Estamos ante un asesinato "in bibliotheca cum porta conclusa", como dijo Cicerón, según Flato. Habrá milagros, aunque el detective sólo crea en "el poder persuasivo de la lógica". Cuervos y zorras hablarán. El dios Apolo ejercerá sus influencias. El niño Jesús obrará sus primeros prodigios y demostrará agresivos instintos proféticos, maldiciendo árboles a la manera del profeta Isaías y del Jesús adulto.
Existe un tipo de novela policiaca ambientada en el Imperio Romano (Lindsey Davis y su humorístico detective Marco Didio Falco, o Danila Comastri Montanari y su estoico senador karateca Publio Aurelio Stazio...). Pero El asombroso viaje de Pomponio Flato se integra mejor en el corpus de la literatura cristiana, que comprende el Nuevo Testamento, los evangelios apócrifos, los códices de Nag Hammadi, los manuscritos del Mar Muerto, el célebre Documento Q, las tradiciones, y también obras como Ben-Hur, el protobestseller, prueba del nexo esencial entre novela popular y religión. El joven aficionado a las carreras de cuadrigas también se cruzará con Flato en su viaje, igual que el agitador Juan Bautista, la niña María Magdalena o los Reyes Magos (conoceremos qué fue del oro que le regalaron a Jesús recién nacido). Veremos a María, inmaculada como en una estampa del siglo XVII, entre lirios y azucenas, con manto azul y pisando una sabandija, mientras expone una sinopsis de la coyuntura política en Judea. El misterio del crimen en la habitación cerrada nos recordará a san Edgar Allan Poe y las soluciones a ese endiablado problema que un día propuso John Dickson Carr.
Otros, más clásicos o con más ganas de juego, a la vista de las aventuras de Flato, quizá piensen en Heródoto, o incluso en los paradoxógrafos griegos y sus relatos de viajes maravillosos, y habrá quien se entretenga y disfrute buscando referencias históricas en Flavio Josefo y su crónica de las guerras de los judíos. Eduardo Mendoza ha escrito una celebración de la literatura, que desmiente a su héroe, cuando cierra su epístola a Fabio avisando de que todo pasará como si no hubiera existido, Jesús, María, José, Pomponio Flato y los lectores de la carta de Pomponio Flato, todos personajes de larga duración a través de la imaginación, los libros y las tradiciones fabulosas. Éste es el mejor chiste posible, el más lúcido, sobre las costumbres ideológicas y literarias dominantes: crítica alegre, novela feliz, diversión fantástica.
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