¿Que en sus cuentos se cometen asesinatos? Eso por sí solo no condena su literatura al género negro. ¿Que sus personajes favoritos son detectives? En realidad todo gran personaje de ficción lo es de un modo u otro, ¿no? Marcel es un detective de apariencias, Hans Castorp es un detective de conciencias, el Gatopardo es un detective de conflictos sociales, Charles Kinbote un detective de textos e imposturas y Nathan Zuckerman un detective de identidades. Todos son detectives porque todos sirven a una búsqueda que llamamos literatura. Y que por sus páginas transiten policías no significa necesariamente que su ficción sea policíaca. También se pasean por ellas escritores neuróticos, prostitutas de cine negro, despampanantes rubias de labios carnosos y rouge, salidas de un cuadro pop de Tom Wesselman o de la letra encendida de una bossa nova, pedófilos, inadaptados y donjuanes, funcionarios corruptos, detectives erotómanos y eruditos como el cínico e impagable Mandrake, que es Bogart pero también Philip Marlowe y Russ Meyer, y más escritores, escritores vocacionales, varados en la página en blanco, diletantes incorregibles y sabiondos, fantasiosos urdidores de realidades alternativas, esquizofrénicos, pornógrafos y escatológicos, escritores compulsivos, librescos o repelentes snobs y todos ellos, eso sí, detectives literarios de palabras y de ideas, investigadores sui generis del proceso de creación literaria de la vida. En aras de hacerle verdadera justicia al talento inabarcable de Rubem Fonseca (Brasil, 1925), bastaría con extirparle la palabra ‘policíaca’ a la desganada y rutinaria referencia que le hace Luisa Trias Folch en el único manual de literatura brasileña en castellano (“La literatura brasileña actual”, Literatura brasileña, Síntesis, Madrid, 2006): “La literatura policíaca está representada por Rubem Fonseca”. Habría que leer “La literatura está representada por Rubem Fonseca”. La literatura sin marbetes genéricos, la verdadera literatura, la literatura con mayúsculas está representada por Rubem Fonseca, uno de los más grandes narradores contemporáneos, que si bien finge ser un escritor de novela policíaca porque las convenciones del género sirven bien a sus propósitos de crítica social, invectivas contra el sistema postcapitalista y denuncia de la enajenación y el desquiciamiento del individuo contemporáneo en las grandes núcleos urbanos, representa por encima de todo los valores de la verdadera literatura: sentido crítico, método de conocimiento y reflexión, en última instancia, acerca de la propia literatura.
Reiterado y sólido candidato al Premio Nobel, traducido a las principales lenguas, lector de Joyce, de Steinbeck, de Genet, de Kafka y de lo que no está escrito, adorado en Alemania y autor estrella del prestigioso catálogo de Piper Verlag, empecinado en una enfermiza actitud asocial, como su amigo Thomas Pynchon, Rubem Fonseca dirige, junto a Machado de Assis, Guimarães Rosa, Jorge Amado y Clarice Lispector, el cuartel general de la ficción brasileña contemporánea, desde el que su literatura ácida, autobiográfica, crítica, obscena, solipsista y metaficcional viene felizmente invadiendo mercados internacionales. Como Dalton Trevisan, el autor de Cemitério de elefantes (1964) y O Vampiro de Curitiba (1965), con cuyos relatos grotescos, expresionistas y sádicos, reflejo de obsesiones y miserias morales, su obra guarda una estrecha relación, Fonseca forja su estilo en el terreno del cuento, publicando Los prisioneros (1963), Lúcia McCartney (1967), el polémico Feliz año nuevo (1975) y El cobrador (1979), entre otros volúmenes de menor repercusión, libros que construyen un poderoso y originalísimo universo literario asentado en la marginalidad urbana, el sexo, la violencia lúdica y un discurso crítico que condena la crispación de nuestras sociedades despersonalizadoras, masificadas y perturbadoras, que generan placebos como la televisión o los McDonalds cuando en realidad atrofian y pervierten al individuo, perdido en una frustrante vida cotidiana, abocado a la violencia del crimen, a toda suerte de psicopatías metafísicas y convertido en efecto en un psicópata, abandonado a la misantropía. Sus lecturas de la novela negra de Raymond Chandler y Dashiell Hammet, el modelo de narrador no fiable escritor, paranoico y detective que le cede Nabokov con Pálido fuego (cuya ambigüedad y ardides autobiográficos y metaficcionales están muy presentes en El caso Morel, de 1973), y algunas influencias de la ficción norteamericana contemporánea –de las fábulas paranoicas de Pynchon a los discursos metanarrativos de Barth, Barthelme y otros posmodernos made in u.s.a. o a los personajes grotescos, ególatras y transtornados de Saul Bellow y a Harry ‘Conejo’, el excéntrico héroe de John Updike– le ceden a su universo un molde narrativo, unas convenciones que le sirven de marco cómplice con el lector y que el propio Fonseca y sus instancias narrativas manipulan a su antojo, jugando con ellas como les viene en gana y como han hecho, de otro modo pero compartiendo la parodia de género y el humor, Boris Vian en Que se mueran los feos (1964), la novela que escribió con el pseudónimo de Vernon Sullivan figurando él como traductor, y Fred Vargas en El hombre de los círculos azules (1996), série noire con humor, teorías paranoicas y detectives que dejan huella, como el comisario Adamsberg reflejado en Mandrake. Su virtuosismo técnico le debe mucho, en cambio, a los monólogos interiores y la prosa intimista de Autran Dourado, el autor de Ópera dos mortos (1967) y O Risco do Bordado (1970), y al experimentalismo narrativo de Guimarães Rosa y de la Clarice Lispector de A Paixão Segundo G. H. 1964) y Uma Aprendizagem ou O Livro dos Prazeres (1969), que le enseña la complejidad psicológica del discurso y de la identidad, de la que nace el empleo obsesivo e intenso de la primera persona.
Su primera novela, El caso Morel, marcó la pauta de sus futuras novelas con un tratamiento muy seductor de la crueldad a través de la parodia del género negro, un protagonista que es escritor y que escribe una novela-dentro-de-la-novela a la vez que reflexiona de la mano de la metaficción sobre la condición redentora del proceso de creación literaria, y una investigación en toda regla sobre el oficio de escribir, El gran arte (1983), una de sus obras maestras, vuelve sobre la violencia nacida de los enajenados urbanitas contemporáneos y desarrolla una suerte de hermenéutica de la vida entendida como texto (en metáfora del detective escritor), Bufo & Spallanzani (1986), novela excepcional, insiste en pergeñar un protagonista que sea a la vez escritor y que juegue con las convenciones del género policial conforme desfilan por sus páginas mil y una referencias literarias, Vastas emociones y pensamientos imperfectos (1988), cuyo protagonista anónimo confiesa ser un lector obsesivo de cuentos irónicos y concisos como los de Rubem Fonseca, y Agosto (1990), acerca de las circunstancias que precedieron el suicidio de Getúlio Vargas. La ficción de Fonseca se muestra doblemente ficcional, pues se mueve siempre entre referentes literarios y se confiesa ficcional: “¿la única realidad no es la de la imaginación?”, se pregunta el narrador de El caso Morel. Así, el lector puede leer el capítulo v de Bufo & Spallanzani como un tratado de narratología en forma de reflexiones del novelista de éxito Gustavo Flavio, protagonista de la novela –cuyo agente en la ficción es, por cierto, Carmen Balcells, el agente de Fonseca en la realidad, enésimo guiño literario del autor– sobre el arte de la ficción (con referencias a Thomas Mann, Svevo o los Aspectos de la novela de E. M. Forster); en El caso Morel, los escritores Morel y Vilela se intercambian el siguiente diálogo, “–¿Sirve escribir, si no te va a leer nadie? –Escribir sirve siempre. Paso las noches soñando con mi carrera literaria”; en varios de sus cuentos más inspirados, reunidos en la antología imprescindible Los mejores relatos (Alfaguara, México, 1998), las alusiones literarias y metaficcionales son constantes, al bloqueo del escritor ante la máquina de escribir, a la extraña condición de las musas o a la gloria literaria (en “Amarguras de un joven escritor”), al libro genial pero maldito que el mercado no consagra o a la escritura compulsiva (en “Llamaradas en la oscuridad”), a los aperos del novelista, el papel artesanal de lino, la pluma, el silencio, la soledad (en “Mirada”), al escritor anónimo, al ‘Ghostwriter’, como él lo llama, que se alquila para escribirle una obra inmortal al escritor que no quiere escribir sino simeplemente ser escrito (en “Artes y oficios”), al asesino que se redime a través del arte de la poesía (en “El cobrador”), al escritor Augusto en “El arte de caminar por las calles de Río”, que pasea barruntando escribir una novela titulada “El arte de caminar por las calles de Río” (y que no acabará jamás, como tantos escritores frustrados que temen a Virginia Woolf, como confiesa el protagonista de Bufo & Spallanzani), al imaginario del escritor y los estatutos del arte y la creación literaria (en esa parodia de entrevista a un autor célebre que es el relato “Intestino grueso”), o sobre la presunta necesidad de ‘cultivar el estilo’ o simplemente de saber qué desea uno contar en la novela, y la influencia de la crítica (en ese cuento prodigioso que es “Pierrot de la caverna”). Mientras lee sus frases eléctricas, sus diálogos rítmicos y sus párrafos soltados a bocajarro, como en el globo de un cómic, mientras reconoce en sus textos fuentes, fórmulas y códigos de la masificada literatura de consumo del mass market (culebrones y folletines, relatos gore, pulp fiction), mientras cavila las exhortaciones existenciales y morales de sus estrafalarios protagonistas, el lector cree escuchar la risa irónica del propio Fonseca desde la trastienda, dispuesto siempre a la parodia porque lo que pretende en realidad es invitarnos a todos a cuestionar el sistema, a declarase en rebeldía contra la sociedad de consumo que nos acalla y nos somete, contra la gran maquinaria social que nos despersonaliza con su moral sexófoba y su discurso unívoco y nos empuja a ser violentos y a ser promiscuos: “El escritor debe ser esencialmente un subversivo. El escritor tiene que ser escéptico. Tiene que estar contra la moral y las buenas costumbres”, dice el escritor Gustavo Flavio, su alter ego en Bufo & Spallanzani, y es que su Santa Trinidad no es otra que ambigüedad, parodia y subversión, dignas consignas del gran arte del maestro Zé Rubem, del indiscutible maestro Fonseca, Premio Camoens 2003, el único que hasta la fecha ha sido capaz de salir ileso de las tentaciones de la literatura a un tiempo endogámica y desbocada, de las entrañas del poder y de las perversas leyes del deseo.
Texto: Javier Aparicio
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