14 octubre 2010

Entender a Arnaldur Indridason por Lorenzo Silva


No hay nada malo en llorar

De Arnaldur Indridason pueden decirse muchas cosas y prácticamente todas buenas, en especial en lo que toca a su condición de autor de novelas de intriga criminal y a la medida en que responde a las expectativas del género. Como saben los muchos lectores que ya tiene en España, y los que ha hecho por todo el mundo, se trata de un narrador dotado para la recreación de ambientes y atmósferas, que ha logrado que su Islandia natal, esa isla remota y poco habitada del Atlántico Norte, llegue a convertirse en paraje familiar para nosotros, europeos del sur, lo mismo que para estadounidenses e incluso orientales.

Es también Indridason un creador de tipos novelescos sólidos y persuasivos, como su inefable investigador Erlendur o sus ayudantes, la eficaz Elínborg y el meticuloso Sigurdur Óli. A todos ellos, y a los demás que se cruzan en sus pesquisas, los conocemos a través de las precisas informaciones que nos facilitan sus siempre cuidados y sugerentes diálogos, una de las bazas fuertes del autor. No flaquea tampoco el novelista islandés en el manejo de la intriga, la dosificación del interés y el siempre arduo arte de mantener al lector prendido a la historia. Y también ha de reconocérsele una especial intuición a la hora de escoger para sus relatos asuntos que ayudan a trascender la mera anécdota o el simple entretenimiento, erigiéndose en símbolos de hondas facetas de lo humano (el mal, la culpa, la expiación, la venganza, la justicia y sus regiones intermedias).

Todo ello contribuye a hacer su literatura universalmente inteligible y atractiva, y explica en buena medida el éxito que le ha sonreído hasta aquí y que le ha llevado a tantos lectores y lenguas.

Pero hay en Indridasson algo más profundo todavía, algo que tiene que ver con esas zonas de misterio insoluble donde los sentimientos y las ideas se vuelven trémulos e inciertos y, por tanto, singularmente cruciales y reveladores. De esa delicada sustancia están hechos momentos como ese pasaje memorable de una de sus novelas, La voz, donde Erlendur, que ha ido a investigar el asesinato en navidad del portero de un hotel, decide de pronto alojarse en él para pasar en ese entorno impersonal las fiestas. Allí va a visitarle su hija Eva Lind, de la que ha vivido mucho tiempo separado, y que atraviesa su propio tormento tratando de zafarse de las drogas.

Cuando la hija (a la que acaban echando los empleados porque creen que es una prostituta que él se ha subido a la habitación) le pregunta a Erlendur qué hace en un hotel en navidad, el inspector responde: "No sé muy bien lo que estoy haciendo". A través de los ojos de su héroe, Indridason nos revela nuestra incomprensión profunda de las cosas; incluso, o sobre todo, las más repetidas y rituarias.

Este Erlendur es el mismo que mirando a su hija postrada en el hospital, después de perder un bebé, la invita a mostrar sus emociones: "No hay nada malo en llorar". Una versión, tan original como conmovedora, de ese hombre que camina por calles ruines sin ser ruin él mismo que un lejano día imaginara en California el maestro Raymond Chandler. Islandia no es California, ni Erlendur las rinde a todas con su planta ni a todos con sus puños. Pero es de la estirpe. Uno de los nuestros.

http://www.elmundo.es/elmundo/2010/10/13/novelanegra/1286972506.html

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