11 noviembre 2008

Delgada línea gris por Michael Connelly


Como sabe cualquiera que viva en España, un atentado terrorista mortal contra tu propia gente y en tu propia tierra cambia la visión que tienes de tu país, de tu seguridad y de tu forma de vida. Tras los devastadores atentados que tuvieron lugar en EE UU el 11-S, comencé a buscar formas de explorar esos cambios en mis novelas.
Yo no escribo novelas de espías. Escribo historias sobre detectives, y por eso no me resultaba fácil encontrar una historia adecuada con la que poder documentar eso. El truco que conocía era el de hacer que el relato surgiese con naturalidad a partir de una historia policiaca. De modo que fui paciente y esperé. Lo que más despertaba mi interés era la delgada línea gris que había entre la vigilancia y la paranoia.
Mi país actuó con rapidez para cambiar las leyes (y algunas libertades personales) y tomar precauciones para que el 11-S no volviese a producirse jamás. La pregunta que se planteaban tanto los políticos como los artistas era la de si se había ido demasiado lejos con los cambios: ¿nos habíamos expuesto a ser azotados por los vientos de la paranoia? ¿Acusaríamos a las personas equivocadas en nuestro afán por protegernos? ¿Se pisotearía a individuos inocentes por el bien de la seguridad pública? Soy un narrador de historias y, como tal, colecciono historias. Me inspiro en ellas. Paso mucho tiempo con personas relacionadas con la ley. Es decir, me gusta pasar el tiempo con policías, agentes federales, abogados y jueces; cualquiera que pueda tener historias de primera mano. Son estas historias las que despiertan mi imaginación. Y eso es lo que sucedió con El observatorio.
Un día, estaba almorzando con un amigo del servicio secreto. Su organización estaba involucrada en las principales iniciativas que se estaban llevando a cabo para evitar futuros atentados en EE UU. Me contó una historia que él creía que ilustraba la forma en que su mundo y su trabajo habían cambiado desde los atentados del 11-S. Me dijo que, en 1998, se había producido un robo de materiales peligrosos en un hospital de Greensboro, en Carolina del Norte. En mitad de la noche, alguien entró en el laboratorio de radiología y se llevó una cantidad considerable de cesio de una caja fuerte revestida de plomo. El cesio se suele utilizar en muy pequeñas cantidades para tratar el cáncer de cuello de útero. Es un material muy caro y difícil de conseguir. Además, puede ser muy peligroso en cantidades mayores. Diez años después, ese robo no se ha resuelto. Pero, como éste se produjo antes del 11-S, se consideró, y aún se considera, un crimen cuyo móvil es económico. Lo más probable es que robasen el cesio por su gran valor. Probablemente fue sacado del país ilegalmente y vendido a un hospital de Europa del Este para ser utilizado con idéntico propósito con que iba a usarse en Greensboro.
El Gobierno federal no prestó mucha atención al caso. Fin de la historia. Pero aquello fue entonces y esto es ahora. El razonamiento que mi amigo, el agente del servicio secreto, trataba de exponer durante aquella comida era que, si se hubiese producido un robo de un material como el cesio después del 11-S, las fuerzas de seguridad del Gobierno federal al completo se habrían lanzado a investigar el crimen y nada habría impedido que se intentase recuperar el material y capturar a los sospechosos.
También advertía de que, probablemente, asomarían a la superficie paranoias de todo tipo, tanto por parte de la opinión pública como del Gobierno federal. Era imposible saber lo que sucedería. Ni que decir tiene que, para cuando terminó mi almuerzo con el agente federal, ya tenía mi punto de partida. Tenía mi historia. Me fui a casa y empecé a escribir el libro.


Publicado en El Pais el día 8/11/2008