Entrevista al escritor Gonzalo Lizardo
Mario Casasús
El Clarín de Chile
El Clarín de Chile
El escritor Gonzalo Lizardo (Zacatecas, 1965) perturbó “las buenas costumbres” capitalinas con su reciente novela Corazón de mierda (Ediciones Era, 2007) título que fue censurado en la pauta publicitaria de la Feria Internacional del Libro de Minería por considerarlo altisonante. La extraordinaria historia transcurre en la penitenciaria de Lecumberri y en voz del “Candingas” nos afiliamos a la íntima vida de Ricardo Olmedo (inspirado en el asaltabancos Fidel Corvera), al protagónico lenguaje picaresco creado por “Candingas” y el presidio previo a 1968.
Gonzalo Lizardo es uno de los jóvenes escritores ya consolidados en México, becario del Sistema Nacional de Creadores y profesor –a nivel posgrado- de literatura; autor de: Azul venéreo (1989); Malsania (1994); El libro de los cadáveres exquisitos (1997); Polifoni(a)tonal (1998); Jaque perpetuo (Era/Conaculta, 2005) y Corazón de mierda (Era/Conaculta, 2007). En exclusiva para El Clarín.cl expone sus próximos proyectos literarios: El demonio de la interpretación; Ciudad simulacro y El blog de los cadáveres exquisitos. En Corazón de mierda, seguramente seremos víctimas cautivas de su narrativa y en nuestra necropsia, leeremos la pólvora de un artero balazo a un costado de la primera página.
MC.- ¿Cómo llega un joven escritor a las barriadas de la década del 50 al punto de contar la vida y muertes de Ricardo Olmedo y el Candingas?
GL.- Podría decir que el azar me condujo hacia el tema, pero también intervinieron mis afinidades. Mucho antes de ser escritor, cuando yo estudiaba preparatoria y licenciatura, fui un lector asiduo de novela negra: Raymond Chandler, Lew Archer, Jim Thompson, Boris Vian. Hasta cierto punto, por tanto, era natural que tarde o temprano me dedicara al género, en cuanto encontrara el tema y el tono precisos. Eso ocurrió hace tres años. Mientras reorganizaba mis libros más viejos, encontré una antología de casos criminales, y entre ellos la historia de Fidel Corvera Ríos: un profesor de educación física —originario de Zacatecas, mi tierra natal— que quiso asaltar una camioneta del Banco de México y que terminó en Lecumberri, donde se volvería el zar de la droga. De inmediato me fascinó ese ladrón mediocre, ese perdedor que sólo alcanzó su apogeo después de ser arrestado: en el interior de la cárcel donde encontraría la muerte, apuñalado a la manera de un emperador romano. Fue así como Fidel Corvera Ríos, el asaltabancos, se tradujo en Ricardo Olmedo Ríos, mi personaje. También, claro, me entusiasmó la oportunidad de recrear literariamente lo que llamo «la prehistoria» de mi biografía: la época de mis padres, la época que precedió a mi nacimiento, la época durante la cual se fraguó lo que hoy conocemos como el México «moderno». Un buen pretexto, además, para revisitar el danzón, el bolero, el rocanrol, el cine de oro, la narrativa de la onda: una música, un cine y una literatura que enraizaron profundamente en nuestro inconsciente colectivo.
MC.- En Corazón de mierda ¿Trataste de acuñar un híbrido entre albur y caló? ¿Por qué construir un nuevo lenguaje para la picaresca correccional?
GL.- Todo fue producto del proceso creativo. Si deseaba narrar la muerte de Ricardo Olmedo, necesitaba de un narrador que estuviera a su lado durante su vida criminal. Imaginé entonces a uno de esos chavos que él sedujo para formar parte de su banda: un joven cómplice que terminara siendo su evangelista y su Judas. Así, sin mucho razonarlo, concebí al Candingas, un huérfano que veía en Ricardo Olmedo al padre que nunca tuvo. Vino entonces el reto de recrear a los personajes por medio de su voz. Por gracia o desgracia, el español que se hablaba en aquellos años y en aquellas vecindades de la ciudad de México, es un lenguaje ya perdido. A este desafío, además, se sumaba otro: cuando quieres narrar una historia de crimen, orfandad y cárcel, es muy fácil caer en el melodrama o en la tragedia… Por eso decidí que el narrador sería un pícaro: un antihéroe que se riera de todo, y cuyo lenguaje no fuera una trascripción antropológica del habla chilanga, sino un habla muy personal e imaginativa: el Candingas debería seducir al lector precisamente porque habla como él mismo y como nadie más. Esta característica de mi narrador, por cierto, me permitió enlazar mi novela con la tradición picaresca: siempre he creído que para incursionar en un género sin caer en el pastiche es indispensable transgredirlo. Mi novela pertenece tanto al género negro como a la tradición picaresca y, finalmente, a la «novela de formación adolescente», una Bildungsroman como Las buenas conciencias de Carlos Fuentes o como Los ríos profundos de José María Arguedas… pues a final de cuentas, Corazón de mierda no hace sino describir el doloroso proceso por el cual un joven, en este caso el Candingas, se convierte en adulto.
MC.- Lecumberri es la negra fotografía de nuestra memoria de 1968 y del resto de la guerra sucia ¿Fue un contrapeso la intencional del escenario? ¿Por qué no utilizar la licencia literaria de las Islas Marías?
GL.- Si hay espacios arquitectónicos con valor simbólico, Lecumberri ha sido uno de ellos: desde que fue construido durante el Porfiriato, hasta ahora que alberga al Archivo General de la Nación. Pero no por ello lo elegí como escenario principal de mi novela. Desde la primera página, advierto al lector que está ante una ficción: una obra que ha abrevado de la historia y de la realidad, para construir su artificio lingüístico. Elegí al «Palacio Negro» como mi escenario porque, de acuerdo con los datos periodísticos, ahí purgó gran parte de su condena Fidel Corvera, el personaje «histórico» o «real» que inspiró a Ricardo Olmedo, mi personaje «literario». Pero también me sedujo porque constituía un espacio muy cerrado, muy teatral: perfecto para que se escenificara entre sus muros el claustrofóbico juego de amistades, amores, traiciones y venganzas que me proponía transcribir. Para los personajes de Corazón de mierda, la cárcel es una prolongación de la calle: tanto afuera como adentro viven sumergidos en un «ilegalismo» tácito, donde la transgresión es la ley, en todos los niveles sociales, políticos, familiares y amorosos. Lecumberri es un lugar simbólico porque ahí, como en todo el mundo y especialmente en México, el poder se ejercía jodiendo: apenas cuenta con un mínimo de poder, el hombre lo usa para joder al prójimo, al subalterno, al enemigo, al carnal, al amante o a cualquiera que se deje.
MC.- ¿Por qué David Alfaro Siqueiros? ¿Fue la plasticidad del personaje? ¿No era preferible para adoctrinar o redimir al Candingas recurrir a José Revueltas?
GL.- La aparición de Siqueiros en Corazón de mierda representa sólo la parte visible de un minucioso, y a veces obsesivo, sistema de referencias literarias, musicales, cinéfilas, plásticas e incluso de historieta que introduje, para dar credibilidad a los hechos, y para orientar la interpretación del lector. José Revueltas, en especial su novela El apando, constituyó una referencia tan inevitable que preferí, intencionadamente, mantenerla como un andamio tácito: como componente del léxico carcelario, y para documentar la opresiva atmósfera que respiran los personajes. Siqueiros, en cambio, se apersonó en la trama de manera indirecta, como una ocurrencia irracional pero, creo yo, bastante afortunada. Mientras escribía la novela, tuve frente a mis ojos una muestra fotográfica de Héctor García, un reportero gráfico cuya obra constituye un referente visual imprescindible para visualizar los rostros, los escenarios, las luces y las sombras de la época. Entre esas fotos, claro, estaban las que tomó a David Alfaro Siqueiros durante su estancia en Lecumberri. Así que de pronto, se me ocurrió que sería divertido confrontar la gravedad política del muralista con la levedad cínica del Candingas. Siqueiros apareció sólo en un cameo, como dirían los cineastas, pero su presencia fue suficiente para darle otra dimensión al ambiente ideológico que nutre a la novela.
MC.- Haciendo de lado tu reciente publicación ¿Qué libro te ha costado un mayor esfuerzo? No por la investigación histórica o el andamio psicoanalítico de los personajes, sino por las horas que pasaste con la hoja en blanco, háblanos de tus rituales al escribir…
GL.- No soy un autor que exhiba un miedo especial ante la hoja en blanco. Cuando alguno de mis colegas confiesa que no puede iniciar un texto porque aún no encuentra la primera frase, yo le recomiendo que empiece por la segunda. Para mí, la escritura de un libro se inicia antes, cuando estamos viviendo los libros o leyendo los sucesos que después nos empujarán hacia la escritura. En ese sentido, el libro que más esfuerzo me ha costado fue mi anterior novela, Jaque perpetuo: desde el momento en que lo concebí vagamente, hasta que por fin apareció como libro, transcurrieron siete años: siete años muy intensos y dolorosos, que transformaron por entero mi corazón y mi intelecto. Se trataba, además, de un proyecto muy complejo, que entrelazaba conceptos como la Entropía y el Eterno Retorno. Por ello, cada frase, cada párrafo, cada capítulo me exigió una disciplina muy ardua, hasta que pude expresar, de la manera más simple posible, los contenidos más abstractos. Cuando la concluí quedé exhausto pero satisfecho, pues con Jaque perpetuo definí, tal vez de manera definitiva, mis hábitos escriturales. Creo, a partir de entonces, en la planeación exhaustiva: no puedo comenzar un proyecto nuevo si no he concebido con todo detalle su estructura interna. Creo, también, en la improvisación matutina: escribo por las mañanas, cuando mi cuerpo está descansado y mi mente acaba de soñar, para que las palabras surjan con más frescura y menos premeditación, sin perder de vista la estructura completa del libro. Y creo, finalmente, en la corrección hedonista: no hay mayor placer que retocar, corregir, hacer variaciones, fugas y cánones sobre un tema, hasta que no encuentres mejor manera de escribir lo que has reescrito ya de veinte maneras distintas.
MC.- ¿Te consideras un escritor sofisticado? ¿Cómo fue la composición de El libro de los cadáveres exquisitos?
GL.- No me convence mucho ese adjetivo, «sofisticado»: suele usarse como peyorativo, para describir a las personas que tienen gustos elitistas y hábitos manieristas. Y prefiero describirme como un autor personal, y en ese sentido, menor o minoritario: escribo sobre las cosas que a mi persona le fascinan, aunque esas cosas a la mayoría le parezcan banales o demasiado complejas. Pero las escribo también porque intuyo que, a semejanza mía, existen otras personas para las cuales mi texto significa algo. Eso me sucedió con El libro de los cadáveres exquisitos. Ya no recuerdo, con exactitud, qué clase de persona era yo cuando escribí esa novela. Estaba entusiasmado con los mitos, eso no lo olvido, y con el diálogo secreto que mantienen los libros entre sí. Es una novela lúdica y ambiciosa, descaradamente intertextual y mitológica, con citas puntuales, leyendas, alusiones históricas, manifiestos políticos y poéticos, perversiones sexuales, montajes fotográficos, dibujos, esoterismo y rocanrol. Mi intención, como novelista, era mostrar que el mundo era un libro y que cada libro era el mundo. No cualquier lector se interesa por esos temas, tan «sofisticados», pero he conocido a algunos lectores, jóvenes casi todos, que supieron encontrar, entre el aparente caos de sus páginas, el orden secreto de la novela, y lo disfrutaron. Ahora que lo pienso, es chistoso: entonces yo tenía veinticuatro años y quería escribir una novela adulta. Diecisiete años después, soy un adulto que escribe una novela, Corazón de mierda, sobre las dolencias adolescentes. Los ciclos se cierran, sí, pero también se revierten.
MC.- En Letras Libres (agosto, 2006) le profesas una admiración “al gnóstico” Salvador Elizondo; te cito: “ pues en el trasfondo de su ateísmo vislumbré el embeleso por lo sacro, el hechizo del pecado, la redención que acaso nos aguarda tras los caminos del error” ¿Qué otros santos agnósticos hicieron el milagro de cambiarte la vida?
GL.- Una pregunta difícil, si consideramos que nuestra vida cambia constantemente, y que nuestra memoria, al evaluar nuestra biografía, cambia de opinión con frecuencia, valorizando algunos sucesos por encima de otros, de acuerdo con el voluble momento. Más aún, sostengo que todo buen libro debe cambiarte la vida, aunque sea un milímetro. Si te hablo tan sólo de mi juventud biológica, el primer libro que desmoronó mis convicciones, sobre todo religiosas, fue Demian de Herman Hesse: un autor, por cierto, muy importante entre los lectores de mi generación. Las Ficciones y El aleph de Borges también fueron una sacudida: jamás creí que pudiera cifrarse en tan pocas páginas los vastos enigmas del mundo. Vargas Llosa me deslumbró con La guerra del fin del mundo y La orgía perpetua; la primera porque me asombró la capacidad de su pluma novelística para poner en movimiento un país entero con todos sus engranes; y el segundo porque, como ensayo, me allanó el camino hacia otro escritor fundamental: Gustave Flaubert, cuya devoción por el oficio y sus lúcidas teorías sobre la técnica y la pasión de escribir, resultan ejemplares todavía. Otros libros que en su momento me deslumbraron fueron Vigilar y castigar de Michel Foucault y El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg: pocos autores como ellos han sabido educir, a partir de los datos duros de historia, las esencias más sutiles, fascinantes y terroríficas de la naturaleza humana. Pero, sin duda, la obra que más influencia tuvo y tendrá sobre mí es la de James Joyce: desde sus modestos poemas hasta sus monumentales novelas, creo que nadie ha llegado más lejos en la exploración de las posibilidades ontológicas del lenguaje literario. De hecho, fue esta afición por Joyce la que me abrió las puertas hacia la hermética obra de Salvador Elizondo.
MC.- ¿Recurres a estereotipos literarios en tus cátedras? por ejemplo a los contemporáneos, el boom, la onda, el crack e infrarrealistas (exportando de México a Xavier Villaurrutia, Carlos Fuentes, José Agustín, Jorge Volpi y Roberto Bolaño respectivamente) ¿Te interesa alguno en particular?
GL.- Primeramente, agradezco a la docencia la oportunidad que me brinda de conciliar mi profesión con mi vocación: mi necesidad laboral con mi curiosidad intelectual. En países como el nuestro, de analfabetas funcionales, es imposible mantenernos de la sola escritura, por lo que tenemos que ejercer otros oficios y artificios para sobrevivir. Tengo, además, la fortuna de impartir clases en una maestría donde se ejerce verdaderamente la libertad de cátedra, donde se enseña la filosofía, la historia, el arte y la literatura alrededor de cuatro temas fundamentales en nuestra modernidad: lo sagrado, el tiempo, el sujeto y la técnica. Siendo fiel a esta propuesta, prefiero acercarme a la literatura desde un enfoque temático y no desde los tópicos habituales. Si te fijas, esas etiquetas funcionan como artificios mercadotécnicos, como clichés de solapa que le ahorran al hipócrita lector la tarea de descifrar los textos. Por otra parte, si nos constreñimos a nuestro espacio lingüístico, me interesan más ciertas tradiciones «secretas», y «menores» de la literatura latinoamericana. Una de esas corrientes, que aún no tiene nombre pero se caracteriza por su desconfianza hacia el realismo y su fe en las potencias creativas de la palabra, es la que une a Vicente Huidobro, Macedonio Fernández, Pablo Palacio, Roberto Arlt, Efrén y Felisberto Hernández. También me interesan las conexiones no evidentes entre movimientos supuestamente antagónicos, como los Contemporáneos y los Estridentistas, y sobre todas las cosas, la intertextualidad que enlaza, por ejemplo, la mitología con la poesía, con la filosofía, con la historia e incluso con la teología y la política.
MC.- Finalmente, siguiendo la línea de Corazón de mierda, con el tiempo ¿Te miras escribiendo alguna narconovela? ¿cuál será la estructura de tu nueva historia?
GL.- Sobre escribir una narconovela… no lo creo ni lo dudo. Corazón de mierda habla también, con sus matices, sobre los poderes que comercian con los elíxires que alivian la miseria existencial de los hombres. Pero su escritura respondió a una circunstancia muy específica de mi vida, que tal vez se repita, tal vez no. Me negaría a escribir sobre el narcotráfico en el sentido de que aprovecha un tema emergente, de moda, para atraer muchos lectores y ganar muchos premios. Pero lo haría con mucho gusto si encontrara un tema y un tono a mi gusto y medida. Eso ocurrirá después, si acaso, cuando agote los tres proyectos que desarrollo actualmente: el primero se llama El demonio de la interpretación, y analiza ensayísticamente los mitos de Hermes y de Fausto para exponer las distintas estrategias que hemos utilizado para interpretar los textos sagrados o literarios. El segundo es una novela, formalista a ultranza, titulada Ciudad simulacro, que describe una noche ficticia en una ciudad también ficticia, contando las aventuras de veintiún personajes, a lo largo de veintiún capítulos y utilizando veintiún narradores distintos. Para aliviarme de esos proyectos tan exhaustivos y exigentes, desde octubre del 2007, cuando me mudé a la ciudad México gracias a un año sabático, incursioné en un género propio de nuestra postmodernidad: el blog personal. Es un género que, por sus características propias, te impone una escritura emergente, más apegada a tu acontecer cotidiano, a las cosas que lees, vives, escuchas o sueñas cada día. Pero también te permite, por otra parte, insertar música, video, imágenes y vínculos hipertextuales, al tiempo que mantienes el diálogo con otros «blogueros». Tratando de aprovechar esos recursos, El blog de los cadáveres exquisitos —así se llama mi tercer proyecto— se muestra ante los lectores como una obra siempre disponible, siempre en proceso pero, al mismo tiempo, siempre concluida. Quizás algún día nazca un libro de ahí. Mientras tanto, me divierto con el experimento, mientras sostengo la marcha.
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