Gracias a una broma, la novela negra goza desde hace pocos
años de uno de los comisarios más desasosegados que ha dado el género, Luigi
Alfredo Ricciardi, de ánimo traspuesto quizá por su facultad (desdicha, más que
don) de escuchar el último mensaje que han dejado los muertos. La feliz
jugarreta es de 2005. Un empleado de banca, Maurizio de Giovanni (Nápoles,
1958), dedicado a los créditos (“mejor no decirlo mucho en estos tiempos”,
ironiza) y con la debilidad de escribir de vez en cuando es apuntado por sorpresa
por sus amigos a un concurso literario de relatos que se celebra en el Gran
Café Gambrinus de su ciudad natal. “No tenía ni idea de qué escribir y miraba
desde esa especie de pecera histórica que es ese local cuando una gitanilla se
me quedó observando fijamente desde fuera de la cristalera y me acabó haciendo
una mueca; me giré por si se lo había dirigido a alguien pero todos los
concursantes estaban escribiendo, claro… Ese gesto sólo lo había visto yo; y
pensando sobre eso me dije: ‘¿Y qué es lo peor que uno podría ver que los demás
no captaran? Pues un muerto desvelando su última frase”. Ahí nació el comisario
Ricciardi, cuya particular figura puede el lector español calibrar un poco
mejor ya con una segunda entrega, La primavera del comisario Ricciardi (Lumen;
La Campana, en catalán), buscando a los brutales asesinos de una anciana
vidente.
De Giovanni, de visita en la BCNegra, quizá no pueda ser físicamente --por
su corpulencia pectoral-- Ricciardi --amén de sus felinos ojos claros que bien
podrían ser verdes también--, pero sin duda en su capacidad reflexiva se
asemejan sospechosamente. Se huele en cada respuesta, suave, concéntrica, como
cuando analiza el porqué de esa eclosión de novelas policiacas más literarias y
de héroes y villanos más terrenales en detrimento de la trama y resolución
detectivesca. “La negra es, hoy, la novela social más directa, la que mejor
refleja las cosas como son; hay, me parece, una necesidad de recoger la vida
real, con sus pasiones y sentimientos; por eso novelo en la Nápoles de
principios de los años 30, porque aun no había policía científica y el análisis
y la investigación han de ir a la raíz, al sentimiento, a la pasión, algo
inicialmente positivo pero que se transforma en celos o, en envidia, y conduce
al crimen; ese itinerario es el que me interesa”.
Son las perversiones del hambre, el amor y los sueños la causa de todo en
las novelas de De Giovanni, especialmente en esta segunda entrega, primitivismo
encarnado quizá en la figura de Filomena, cuya extrema e inocente belleza es su
condena. “Sí, es mi personaje preferido aquí: la belleza para algunos es un lujo,
una oportunidad… sólo si te lo puedes permitir. Las pasiones primarias son el
motor de casi todo y aún hoy es así; entiendo el poder como una forma de
hambre… Me temo que mis libros, con la pobreza que arrastra de nuevo la crisis,
cobran mayor realismo”.
Sorprende que en ese camino tan costumbrista y realista, pues, se cruce
esa capacidad fantástica de Ricciardi que evoca a Fred Vargas, John Connolly o,
en televisión, a la protagonista de Entre fantasmas. El autor se
desmarca: “No, Ricciardi no habla con ellos, no los interpreta, sólo oye el eco
del último pensamiento de quien va a morir; escucha el último trozo de vida
posible… y es eso lo que le confunde y hace que su vida sea una metáfora de la
compasión; como comisario no puede ignorar el dolor de los otros y intenta
repararlo”.
Sí, los muertos le susurran a Ricciardi, casi el mismo bisbiseo con el que
el personaje se enrosca y trata de entenderse y quiere explicarse su entorno a
sí mismo en sentidos monólogos interiores; el mismo cuchicheo con el que corren
las noticias y las miserias y las amenazas y los sueños en el casco antiguo de
Nápoles… un murmullo que marca el tempo moral, la atmósfera de las novelas y
hasta parte de su estilo, en algún punto alambicado. “No me interesa gritar;
busco un rumor como el del mar; Ricciardi oye eso constantemente en su oreja y
es impactante por constante, mucho más que un grito potente pero aislado…
Nápoles siempre ha sido, y aún es, un susurro, una nación dentro de una nación,
eternamente moribunda e inmortal; ese bisbiseo es el ruido de su
descomposición, pero también de su supervivencia, en un proceso de ósmosis
entre capas sociales muy próximas, en algún momento mezcladas, pero siempre
homogéneas…”.
Amén de una discreta maestra a la que espía desde una ventana sin
atreverse a declararle su amor por miedo al rechazo, ¿qué entristece tanto al
comisario? “Ricciardi está en la frontera entre los vivos y los muertos; no se
pueden percibir los dos mundos y en cambio él está ahí, creyendo que es
evitable que uno determine su propia muerte, espiritual y física, como parece
desprenderse del pizzero que se suicida en el fondo por un sueño; eso es duro”.
¿Los sueños matan? “Los sueños matan pero también nos hacen vivir; ese pulso
desgasta a mi personaje al que siempre imagino con una migraña constante, por
lo que habla poco, ríe menos y no puede llorar”. También hay retazos de su
propia mirada del mundo: “Un hombre que, como yo, empieza a escribir a los 50
años no puede más que volcar mucho de aquello que ha vivido y leído”. Y de esto
último, algo o alguien en particular? “Ed McBain y sus novelas de la comisaría
del Distrito 87: me impresiona cómo refleja la actividad de la ciudad, su clima
y cómo todo ello modula el comportamiento de las personas”. De ahí que las
primeras cuatro entregas de su comisario respondan, arrancando desde el
invierno, a las cuatro estaciones del año; y las cuatro siguientes (una
publicada ya en Italia y la segunda, en octubre) giren alrededor de las
fiestas: Navidad, Pascua, Piedigrotta (la fiesta de Nápoles, con especial
atención a la canción típica de la zona) y San Genaro.
Esa línea le aleja, claro, de su admirado Camilleri y otros autores de
novela negra italiana coetáneos, más políticos. Por eso no usa en exceso el
contexto de la dictadura mussoliniana que le podría dar otro tipo de juego.
“Quiero ser muy realista y Nápoles no vivió el fascismo hasta 1935, seguía con
el mismo poder aristocrático encima; yo explico una ciudad que en verdad ha
estado muy alejada de la política, siempre dominada, que ha acogido siempre muy
bien al vencedor… esperando que sea mejor que el poder precedente; su único
compromiso ha sido sobrevivir; esa es nuestra guerra; y cuando es así una
sociedad tampoco se puede dedicar a nada más”.
En el marco de ese realismo, también lo quiere ser con los muertos. “En la
novela negra actual falta respeto para los muertos: siempre están en el suelo
con cartas de póker y objetos extraños, desnudos y tatuados horriblemente…; es
un signo de los tiempos, sí, donde ningún valor ni nada vale nada ya y menos
tras morir pero la muerte debe ser más respetada porque es una herida social
que cambia la vida de todo el mundo a su alrededor… Y eso la ficción también
debería respetarlo. No, no soy tan religioso como que creo mucho en la vida”,
se despide De Giovanni, aún más cerca ahora con esa frase, el apretón de manos
desde los pulgares y un envolvente abrazo de su emotivo comisario Ricciardi,
ese que puede oír el último suspiro de los muertos.
Texto: Carles Geli
Foto: Carles Ribas
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