Sangra vagabunda
James Ellroy
Trad. de M. Guguí y H. Sabaté. Ediciones B, 2010. 944 pp. 25 e.
La transformación del escritor en un empresario que gestiona su propio nombre ha malogrado el mito de la vocación literaria inspirada por la rebeldía, la inadaptación y el inconformismo. James Ellroy (Los Angeles, 1948) nunca ha pretendido ser la conciencia moral de nuestra época, pero en toda su obra se respira un calvinismo airado, donde la indignación y el pesimismo se refuerzan mutuamente. La familiaridad con la delincuencia, las drogas y el alcohol frustran de raíz el optimismo y, en algunos casos, puede convertirte en un perro rabioso, como es el caso de Ellroy. Creció en un suburbio de Los Ángeles y a los 10 años se enfrentó al asesinato de su madre, una mujer divorciada, neurótica y promiscua. Ellroy no llegaría a convertirse en un gánster. Se limitaría a vagabundear, cometer pequeños robos y espiar a las mujeres mientras se desnudaban. Se excitaba hundiendo las narices en su ropa interior. Odiaba a negros y judíos y, según la leyenda, mató a un perro de presa con sus propias manos. Evitó la locura y la autodestrucción gracias a Alcohólicos Anónimos y a su interés por las crónicas de sucesos, donde advirtió que se escribía la historia real de la sociedad americana.
Versión áspera y canalla de Chandler, Ellroy sitúa casi todas sus historias en Los Ángeles, una ciudad violenta, hipócrita y racista, donde hablar de esperanza resulta tan ridículo como buscar el paraíso en un estercolero. Ambientada en el verano de 1968, Sangre vagabunda redunda en las obsesiones de una escritura telegráfica, intensa e irritante, que transita de los bajos fondos a la alta política. La novela arranca poco después de los asesinatos de Luther King y Robert Kennedy, cuando todo apunta que se ha fraguado una conspiración para estrangular cualquier reforma política. Desde el FBI, J. Edgar Hoover intenta preservar la supremacía blanca. Los defensores de los derechos civiles continúan sus protestas, pero se enfrentan a una coalición entre el Estado y el crimen organizado, donde confluyen los intereses mafiosos y la connivencia de abyectas dictaduras, como la República Dominicana de Trujillo. Ellroy escoge como protagonistas a personajes que vagabundean por la periferia del poder político y económico: Dwight Holly, agente del FBI especializado en palizas y ejecuciones extrajudiciales; Don Crutchfield, detective privado y voyeur ocasional, que ejerce la manipulación, el chantaje y la intimidación, sin poner otra condición que cobrar sus honorarios; Wayne Tedrow, ex policía y traficante de heroína, que intenta preservar su negocio estableciendo alianzas internacionales. Sus historias se cruzarán al perseguir el rastro de Joan Rosen Klein, una activista de izquierdas, que ha descubierto la necesidad de combinar la acción política y la lucha armada. En su papel de Diosa Roja, recuerda a Margherita Cagol y a Brigitte Mohnhaupt, mujeres hermosas que justificaron la violencia revolucionaria para subvertir el orden capitalista.
Ellroy multiplica los personajes y los escenarios, exigiendo al lector un esfuerzo prolongado. Entrega final de su Trilogía Americana, Sangre vagabunda no esconde su ambición. Es novela negra, que puede abordarse como un riguroso trabajo de investigación periodística. Es un relato policíaco, que estudia el intervencionismo norteamericano en la política internacional. Es una obra de intriga, que explora las motivaciones psicológicas, las pasiones y parafilias del ser humano, con su carga de miseria e irracionalidad (Ellroy se atreve con el vudú haitiano, descartando prejuicios y estereotipos). No es Faulkner ni Chandler, pero el mundo contempo- ráneo se ha hecho más sucio y, aunque Ellroy ha echado el ancla en los 60, su literatura refleja con anacrónica precisión un presente que no cesa de vomitar mierda y mediocridad.
James Ellroy
Trad. de M. Guguí y H. Sabaté. Ediciones B, 2010. 944 pp. 25 e.
La transformación del escritor en un empresario que gestiona su propio nombre ha malogrado el mito de la vocación literaria inspirada por la rebeldía, la inadaptación y el inconformismo. James Ellroy (Los Angeles, 1948) nunca ha pretendido ser la conciencia moral de nuestra época, pero en toda su obra se respira un calvinismo airado, donde la indignación y el pesimismo se refuerzan mutuamente. La familiaridad con la delincuencia, las drogas y el alcohol frustran de raíz el optimismo y, en algunos casos, puede convertirte en un perro rabioso, como es el caso de Ellroy. Creció en un suburbio de Los Ángeles y a los 10 años se enfrentó al asesinato de su madre, una mujer divorciada, neurótica y promiscua. Ellroy no llegaría a convertirse en un gánster. Se limitaría a vagabundear, cometer pequeños robos y espiar a las mujeres mientras se desnudaban. Se excitaba hundiendo las narices en su ropa interior. Odiaba a negros y judíos y, según la leyenda, mató a un perro de presa con sus propias manos. Evitó la locura y la autodestrucción gracias a Alcohólicos Anónimos y a su interés por las crónicas de sucesos, donde advirtió que se escribía la historia real de la sociedad americana.
Versión áspera y canalla de Chandler, Ellroy sitúa casi todas sus historias en Los Ángeles, una ciudad violenta, hipócrita y racista, donde hablar de esperanza resulta tan ridículo como buscar el paraíso en un estercolero. Ambientada en el verano de 1968, Sangre vagabunda redunda en las obsesiones de una escritura telegráfica, intensa e irritante, que transita de los bajos fondos a la alta política. La novela arranca poco después de los asesinatos de Luther King y Robert Kennedy, cuando todo apunta que se ha fraguado una conspiración para estrangular cualquier reforma política. Desde el FBI, J. Edgar Hoover intenta preservar la supremacía blanca. Los defensores de los derechos civiles continúan sus protestas, pero se enfrentan a una coalición entre el Estado y el crimen organizado, donde confluyen los intereses mafiosos y la connivencia de abyectas dictaduras, como la República Dominicana de Trujillo. Ellroy escoge como protagonistas a personajes que vagabundean por la periferia del poder político y económico: Dwight Holly, agente del FBI especializado en palizas y ejecuciones extrajudiciales; Don Crutchfield, detective privado y voyeur ocasional, que ejerce la manipulación, el chantaje y la intimidación, sin poner otra condición que cobrar sus honorarios; Wayne Tedrow, ex policía y traficante de heroína, que intenta preservar su negocio estableciendo alianzas internacionales. Sus historias se cruzarán al perseguir el rastro de Joan Rosen Klein, una activista de izquierdas, que ha descubierto la necesidad de combinar la acción política y la lucha armada. En su papel de Diosa Roja, recuerda a Margherita Cagol y a Brigitte Mohnhaupt, mujeres hermosas que justificaron la violencia revolucionaria para subvertir el orden capitalista.
Ellroy multiplica los personajes y los escenarios, exigiendo al lector un esfuerzo prolongado. Entrega final de su Trilogía Americana, Sangre vagabunda no esconde su ambición. Es novela negra, que puede abordarse como un riguroso trabajo de investigación periodística. Es un relato policíaco, que estudia el intervencionismo norteamericano en la política internacional. Es una obra de intriga, que explora las motivaciones psicológicas, las pasiones y parafilias del ser humano, con su carga de miseria e irracionalidad (Ellroy se atreve con el vudú haitiano, descartando prejuicios y estereotipos). No es Faulkner ni Chandler, pero el mundo contempo- ráneo se ha hecho más sucio y, aunque Ellroy ha echado el ancla en los 60, su literatura refleja con anacrónica precisión un presente que no cesa de vomitar mierda y mediocridad.
Rafael NARBONA
Foto: Alberto ESTÉVEZ
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