02 junio 2009

Alejandro Gallo, el policía escritor


“Los policías no leen novela negra. Sería como si los médicos vieran Hospital Central”. Alejandro M. Gallo, jefe de Policía Local de Gijón, ha comenzado su intervención en el congreso afirmando que no hay nadie más crítico con las historias policiales que aquellos que deberían sentirse identificados con ellas. A los policías las novelas negras les duran quince o veinte páginas: no soportan ver cómo quienes se encargan de homicidios -en España, sólo el 0.4% de los agentes del Cuerpo- son los únicos protagonistas de las obras, en las que nada se habla de los trámites administrativos y burocráticos de un trabajo en el que te puede tocar auxiliar a los borrachos o elaborar un informe sobre el ruido en el vecindario; descubren con estupor cómo muchos autores no son capaces de distinguir un revólver de una pistola, o cómo los procedimientos que narran en algunas novelas distan mucho de parecerse a los empleados en la realidad. “En algunas novelas se habla de cargos policiales que no existen, y en otras se narran formas de matar que son absolutamente inverosímiles, tanto que si alguien intentara asesinar eso caería en el más ridículo de los fracasos”, continuaba el policía.
Quizá esa mirada de desconfianza hacia el género haya sido la que ha llevado a Alejandro M. Gallo a dedicarse a la literatura negra. Pero su papel no es simplemente el de “policía que escribe”. Gallo se descubre como un perfecto conocedor del género -es frecuente encontrarle en festivales como el de Gijón- e incluso como un teórico. En su ponencia ha ido desgranando de qué forma el modelo policial de un país puede influir en su literatura negra, dando algunas claves que permiten interpretar aspectos de las novelas en los que a veces no se repara. Así, el desencanto de Kurt Wallander y su continua sensación de fracaso ha sido analizada por Gallo como la lógica consecuencia de quien creció en un país en el que hasta la década de 1970 no hubo sistemas nacionales de policía. Hasta entonces, en Suecia sólo había policías locales: entre bosques, nieve y noche, poco más parecía hacer falta. La aparición de nuevas formas de delito, la creación de bandas o la internacionalización del crimen hizo necesaria la creación de un sistema nacional en el que Wallander parece no sentirse cómodo. Del mismo modo, los elevados índices de corrupción de la policía de los países latinoamericanos explican que los autores no los escojan para protagonizar sus narraciones, excepto cuando tienen reservados el papel de villanos. En España, la identificación de las Fuerzas de Seguridad con la maquinaría represora del franquismo hizo que no hubiera -salvo Méndez, el personaje de Ledesma- protagonistas policías en las novelas negras de principios de los ochenta. Eran detectives, periodistas y, frecuentemente, expolicías. Semejante visión continúa parcialmente vigente y, aunque entre la nómina de protagonistas ya hay policías, mossos de escuadra y ertzainas, la Guardia Civil continúa siendo, salvo para Lorenzo Silva y su Bevilacqua, coto vedado para los escritores de novela negra. Su caso no es excepcional: los cuerpos militarizados de policía de Francia -gendarmes- e Italia -carabineros- tampoco protagonizan obras del género.



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