20 abril 2010

La Vía Láctea/ José Vaccaro Ruiz


SINOPSIS:

Juan Jover es un conseguidor, como él mismo se denomina. Acostumbrado a moverse por las puertas traseras de los organismos oficiales sabe cuál es el precio exacto de cada cargo público para hacer viable lo imposible. A su oficina de investigador llegará el encargo de un matrimonio adinerado que desea conocer el pasado de su díscola hija, a la que la policía ha encontrado muerta por sobredosis, tirada en un portal.

Siguiendo el rumbo de los acontecimientos, el lector es encaminado por un periplo que discurre desde los ambientes más sórdidos de la cosmopolita Ciudad Condal hasta los pies de la Sierra de Gredos en un rincón de la España más profunda en Extremadura. Allí, un terrateniente octogenario al que todos llaman el Amo, mueve los hilos de la comarca. Y bajo su tiránica voluntad de cacique se esconde un terrible secreto: las pavorosas reuniones en La Casa, donde periódicamente, durante el invierno, el Amo se reúne con dos amigos suyos para deleitarse con algo a lo que se aficionó durante su estancia en las selvas de Brasil y Guinea: el canibalismo infantil. Tía María es quien mata a los recién nacidos y los cocina; Petra es la encargada de cuidarlos y mantenerlos vivos hasta que llega el momento. Casi doscientos recién nacidos han sido sacrificados durante treinta años. Con sus restos, tía María ha creado una especie de Camposanto donde, bajo una pequeña cruz en plena Sierra, entierra los huesos.

Prólogo por Jesus Palacios:

Seguramente, más de un lector comparta alguna experiencia similar a la que, a continuación, voy a narrarles brevemente. En medio de un tremendo atasco de fin de semana, salgo de la autopista a la primera ocasión, todavía en plena provincia de Madrid, con idea de evitar lo peor del embotellamiento. Tomando una estrecha y cochambrosa carretera secundaria –o más bien del Terciario-, llego por fin a un pequeño pueblo mesetario, cuyo nombre callaré por prudencia. Cubierto de sudor, con la garganta reseca y aliviado al ver el primer, y único, bar del pueblo, penetro en el mismo para pedir un refresco… Y entonces, en la penumbra del establecimiento, con las ventanas tapadas por periódicos y tablas para impedir el paso del sol atronador, me doy cuenta del panorama que se extiende ante mis ojos, que se van acostumbrado al tenebrismo de la escasa luz: a mi derecha, sobre una sillas y mesas de fórmica desconchadas y de patas herrumbrosas, un par de cazadores, con más arrugas en los rostros que mi chaqueta después de dos horas conduciendo bajo el sol, los gorros calados y expresión de pocos amigos, si alguno. A mi izquierda, un muchacho retrasado mental, posiblemente con Síndrome de Dawn, dando golpes sobre otra mesita, con una botella de coca cola, rítmicamente y como hipnotizado por su propia capacidad para generar este insistente y rayante sonido. Y tras la barra, una mujerona de edad indeterminable más que indeterminada, con gafas de culo de botella, delantal de color y edad igualmente indeterminables, y amenazador bigote gris, bajo su chata nariz y sus lentes inmensas y sucias. Todos, absolutamente todos, al entrar yo en el bar, estaban mirando embobados una pequeña televisión, situada en un altillo de la esquina de la barra, donde un programa del corazón ponía a gritos en evidencia los escándalos y deslices de algún famoso. Imposible decir quién, ya que el volumen del aparato era mínimo o inexistente. Todos, absolutamente todos, al entrar yo en el bar giraron sus arrugados cuellos y se quedaron mirándome en silencio, largo y tendido, durante segundos eternos, con ese rostro que a veces puede perseguirte en sueños: el rostro del pueblo. El rostro de la gente que crees que no puede existir o, al menos, que no se cruzará nunca contigo. Obviamente, soy consciente de que gran parte del efecto negativo de esta situación se debe a mis propios prejuicios urbanitas, egocéntricos -¿etnocéntricos?-, e incluso literarios o cinematográficos… Pero hasta desde un punto de vista lo más objetivo posible, el cochambroso bar, con sus moscas, cartones y periódicos amarillentos, su barra pegajosa y su pequeña televisión muda, contribuía a crear una atmósfera anacrónica, opresiva y amenazadora, casi prehistórica. Fue, creo, en el 2006. Pero podía haber sido 1996, 1986 o, por lo demás, 1956.

Cierto, estamos en el tercer milenio. En el siglo XXI de las hoy un poco ridículas utopías y distopías del pasado, que se han cumplido solo en su más injusta medida. Volamos, surcamos los mares por encima y por debajo y, más aún, existe un mundo virtual de comunicación y creación, llamado Internet, y unas ramas de la ciencia y la tecnología que han llegado donde el ser humano jamás creyó o sospechó posible llegar. Pero sigue existiendo la España profunda. El mundo rural, no solo español, claro, sino mundial, sigue ahí, y, es más, con su desamparo y despoblación, su abandono y decadencia (por no decir degradación), asume hoy una realidad todavía mucho más siniestra y trágica. Los “hombres de nueve dedos” –como los bautizara el poeta James Dickey en su clásica novela “Liberación”, o sea, “Deliverance”-, siguen siendo para la mayoría de los urbanitas, ya vivamos en grandes ciudades o en pequeñas capitales de provincia, una presencia ominosa, primitiva, diferente… Y amenazante. Bajo la capa de una civilización pos-industrial capaz de milagros impensables para nuestros antepasados de apenas cincuenta o cien años atrás, sigue latiendo un mundo primitivo, donde todas las pesadillas ancestrales son posibles, y donde caciques, cazadores furtivos, propietarios rurales, ganaderos, agricultores y demás buenas gentes del campo, se matan todavía entre sí, a veces, por un metro cuadrado de secano, una vía de agua o las lindes de un huerto. Donde los matrimonios consanguíneos –y las relaciones consanguíneas que no pasan necesariamente por el juzgado o el altar- son la norma y no la excepción, a veces con resultados bien visibles. Donde a los animales domésticos se les utiliza, tortura y mata cruelmente, a menudo por pura diversión. Y donde, pesadilla y tabú del hombre moderno por excelencia, se puede llegar, ¿por qué no?, hasta al canibalismo. La antropofagia. ¿Quién puede saber los extraños placeres culinarios a lo que se entregan, en las inmensidades de la España profunda, algunos de sus habitantes?

Según el Dr. Reverte Coma, el canibalismo es algo más que un gesto ritual o religioso. Algo más, también, que una perversión psicosexual, presente a menudo en los asesinos en serie psicópatas. Y algo más que el último y desesperado recurso del hambriento en su propia balsa de la Medusa. Es un vicio, una adicción provocada por una sustancia, denominada cadaverina por los forenses, y que, al menos en ciertas personas, puede provocar, precisamente, una afición e incluso una necesidad de consumir carne humana con cierta frecuencia. Yo no lo se. Pero sí se que José Vaccaro Ruiz, en su novela “La Vía Láctea”, ha tocado con sorprendente habilidad una de nuestras fibras más sensibles. Ha despertado el horror –y la fascinación- que produce el canibalismo en todo ser humano del mundo que llamamos civilizado. Un horror y fascinación que se fundan en tabúes tribales que se pierden en la noche de los tiempos: no comerás a los de tu propio clan. Y además, lo lleva al extremo que más escalofríos provoca al ciudadano bienpensante: devorar la carne tierna e inocente de la infancia. Un acto blasfemo del que, a lo largo de los siglos, se culpó a judíos, brujos, herejes y demás enemigos demonizados por el corpus social vigente en el momento. Algo que, incluso cuando es tratado como recurso satírico por Jonathan Swift en su famosa “Una humilde proposición…”, sigue resultado espeluznante. Para “justificar” esta especie de banquete bárbaro que su novela presenta, Vaccaro Ruiz se las ingenia con, precisamente, mucho ingenio, y no voy a contarles nada al respecto, para que –como yo- lo vayan descubriendo con placer literario y estómago encogido, al hilo de la inteligente trama y el suspense creados por su autor. Lo que sí les diré es que “La Vía Láctea” no es una obra para almas tiernas y sensibles, sino una autentica novela negra, en su doble sentido de novela policíaca y de horror –no olvidemos que la Novela Gótica del siglo XVIII, de la que surge todo, es también conocida como Novela Negra, y que Edgar Allan Poe, el gran poeta del miedo, fue tanto el mejor escritor de horror de la historia, como el inventor del relato policial-, una excursión al corazón de las tinieblas conradiano que, en lugar de llevarnos al Congo, nos trae el Congo a casa, escondido en la España profunda y negra de un recóndito rincón extremeño. El resultado no decepcionará ni a los buenos lectores de novela negra, curtidos en los clásicos del género hispano como Vázquez Montalbán, Jaume Fuster, Manuel de Pedrolo o Andreu Martín… Ni a quienes frecuentamos el universo oscuro y salvaje de filmes como “La matanza de Texas”, “Deliverance”, “Perros de paja”, “Las colinas tienen ojos”, “Cargo 200”, etc., etc.

Finalmente, hay quizá algo mucho más terrible en el mundo que nos describe, con pormenor y detalle de autentico conocedor, Vaccaro Ruiz. Un mundo que va desde los barrios de clase alta barceloneses a los ghettos de la droga y la prostitucion, pasando por oscuras y completamente verosímiles tramas de comercio humano y médicos y funcionarios corruptos, con pinceladas que retratan también un flujo constante de prevaricación, chantaje, soborno y corrupción, que salpica a todos los estamentos de la sociedad de nuestra, supuestamente, democrática y libre España. Es un panorama no menos aterrador que el de los secretos ocultos en la profundidad de nuestros campos y pueblos, con el que, por lo demás, se relaciona de forma sutil pero inevitable, tendiendo sus redes de araña por toda la península y, peor aún, por el alma humana de quienes la habitan.

Es el escenario social y económico, pero también moral y ético, de una España consumida por el dinero. Por la ambición, el abuso de poder, el amiguismo, el caciquismo más arraigado, el consumismo desmedido, la adicción –a la droga, pero más aún al vil metal necesario para conseguirla-, la envidia, y el deseo, imposible de satisfacer, de llenar el vacío de unas vidas sin ilusión, sin amor, sin amistad, con el aroma manchado de cocaína de los billetes de euro. De muchos euros, cuantos más mejor. Es un mundo de canibalismo implacable, del cual, la antropofagia real de los monstruos que pueblan el libro es, quizá, tan solo, una metáfora. Una alegoría, a la manera de las historias de ogros y brujas comeniños, que avisaban –en tiempos mejores, cuando los cuentos de hadas no sufrían la censura de lo políticamente correcto- de los peligros de la vida a los niños listos que escuchaban con atención. En ese caso, el verdadero canibalismo que nos describe “La Vía Láctea” sería el de esta “nueva” España del euro y la crisis, culpable y víctima a la vez, en exhibición de perversa autofagia, y donde el pez grande se come al chico, pero ya antes de digerirlo se ha declarado en quiebra, poniendo a la venta toda la pecera.

“La Vía Láctea”, novela policial apasionante y entretenida, historia de horror moderno en la Meseta profunda, es, sobre todo, un cuento de hadas negro con moraleja. Escuchémosla, porque es un aviso de que vivimos en un país de antropófagos sin alma y con los bolsillos llenos. De espíritus vacíos y cuentas bancarias hinchadas con euros manchados de sangre, sudor y lagrimas. España negra y esperpéntica de ayer y de hoy, picaresca y eternamente invertebrada. España caníbal.


La Vía Láctea
José Vaccaro Ruiz
Neverland 2010

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