10 diciembre 2009

L. A., vértigo criminal


No hay bestia tan feroz», obra maestra del género negro del ex convicto Edward Bunker, ya tiene traducción al español


POR LUIS M. ALONSO


Edward Bunker (Los Ángeles, 1933-Burbank, 2005) confesó antes de morir que probablemente había sido el único ladrón de bancos que en el mismo momento de robarlos pensaba que debía escribir sobre ello. No hay bestia tan feroz (1973), su primera novela, cuya traducción al español publica ahora Sajalín, tiene la intensidad abrasadora de la literatura basada en la experiencia. Su autor pasó la mayor parte de su vida más temprana en centros penitenciarios de máxima seguridad por varios delitos, entre ellos el robo a mano armada. Quentin Tarantino, uno de sus admiradores, se inspiró en No hay bestia tan feroz para el atraco frustrado de Reservoir Dogs, la película en la que Bunker interpreta el personaje de Mr. Blue. El propio escritor asesoraría más tarde a Michael Mann para rodar Heat, otro estupendo film sobre robos. La propia novela de la que les hablo tiene en Straight Time (Libertad condicional, 1978), de Ulu Grosbard, su versión cinematográfica.

A Bunker le preguntaron en una ocasión si había alguna similitud entre un criminal y un artista y respondió que en ambos hay una actitud sociópata desviada. Tenerlo claro le ayudó a compatibilizar en su provecho lo que había sido su vida anterior con lo que habría de ser en adelante. Después de cumplir sus deudas con la justicia y haberse convertido en uno de los hombres más buscados por el FBI, fue aclamado como un escritor de culto en Estados Unidos, una autoridad en el mal y en los bajos fondos.

No hay bestia tan feroz es una de esas novelas que muchos lectores descubren alucinados después de pensar que ya han leído del género criminal todo lo que merece la pena leer. y se dan cuenta de que no es así. En sus páginas hay pura dinamita y más verdad probablemente que en ninguna otra obra de este tipo. Cuenta la historia de Max Dembo, delincuente que ha pasado ocho años entre rejas y vuelve a las calles donde creció con los sesenta y cinco dólares que obtiene junto a la libertad condicional y un traje pasado de moda. Intenta negociar unos nuevos derechos pero se encuentra que lo que le espera es otra prisión en la que sólo sabrá desenvolverse echando mano de su poderoso instinto criminal. Ninguna otra cosa le ofrecerá garantías para poder seguir viviendo a quien no ha conocido nada más que crimen.

La experiencia en el delito, el conocimiento de los bajos fondos de Sunset Strip, Bukowski y Raymond Chandler, están en No hay bestia tan feroz. Es fácil identificarlos en las páginas de una novela que crece en intensidad de la misma manera que la desesperación de Dembo por hacerse hueco en una sociedad que lo único que hace es empujarle fuera de manera violenta. Como cuando se dirige a Olga Sorenson, la joven que lo atiende en la oficina de trabajo temporal en la undécima planta del edificio azul de Whilshire Boulevard. «Me dio un formulario. La irritación aumento a medida que lo iba cumplimentado. En las preguntas sobre mi experiencia laboral, dejé los espacios en blanco. Cuando le devolví el formulario, la joven frunció el ceño, perturbando la ternura de su frente.

-Se ha dejado algo -dijo-. Su experiencia de trabajo.

-No he trabajado nunca.

-Bueno, puede poner también si ha trabajado por su cuenta o ha estado en el ejército.

Negué con la cabeza.

-¿Y qué ha hecho?

-He estado en la cárcel.»

O cuando la misma joven le pregunta por el delito que le ha retenido tanto tiempo entre rejas.

«-Me cogieron con... un poco de marihuana.

-¿Tantos años por eso? -dijo incrédula.

-Esto es California. La marihuana provocaba un pánico generalizado entonces. -Aquella mentira podía haber sido verdad. Conocía a un músico de jazz que le habían caído diez años por posesión de una cantidad de marihuana tan pequeña que, en el juicio, tuvieron que meterla en un tarro de aceite para que flotara y pudiera verla el jurado.»

La ventaja sobre otros autores que han descrito el pálpito delincuente de L. A. -Ellroy, Mosley, Kerr- es que Bunker, al igual que le ocurría al viejo Hank Bukowski, lo que hace es hablar de sí mismo. Utiliza la propia experiencia para proporcionarle al lector las claves de la guerra contra el orden de aquellos a quienes la sociedad rechaza porque sólo están dispuestos a acatar sus propias normas. A Bunker lo llamaron el Genet americano.

El lenguaje de la sinfonía callejera del mal muy bien interpretado en la traducción de Laura Sales tiene momentos de hermosa desesperanza: «Mientras subía las escaleras -me había bajado del taxi a medio kilómetro-, me preguntaba si mis enemigos me habrían tendido una emboscada y estarían agachados en el suelo del apartamento, esperándome. Era improbable y la verdad es que me daba igual. A veces se está tan cansado que ni siquiera la vida parece un bien demasiado preciado».

Tiene razón Michael Connelly, otro conocedor de la dura realidad angelina. Los Ángeles es la ciudad los que persiguen un sueño y, al mismo tiempo, de los que acaban huyendo de su pesadilla. En L. A., es conveniente tener la maleta siempre hecha para escapar cuando las cosas empiezan a ponerse feas. Uno despierta un buen día empapado en sudor y se da cuenta de que la atmósfera resulta irrespirable. Entonces decide irse a cualquier otro lado. Lo peor es si el día no le da una segunda oportunidad y todo acaba en el sumidero de la noche. O cuando la vida, en carne viva, produce el cansancio que sólo se puede combatir con desesperación.


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