COMO LLEGAR A SER UN 11-1
Pues sí amigos míos, he llegado cuando menos lo esperaba a ser un 11-1. Llevo un brazalete que así lo atestigua y es inútil que me esconda porque hasta tiene radar. Les escribo a ustedes desde un lugar bueno pero donde no me gustaría verles nunca: el Hospital Centre Fòrum, después de haber pasado por el Clínic y el Hospital de l’Esperança.
Todo empezó hace tres meses cuando, después de acostarme en perfectas condiciones, me desperté sin saber quién era y con medio cuerpo paralizado, como si no me perteneciese. Había tenido un ictus mientras dormía. Fui trasladado al hospital y, poco a poco, mi cabeza empezó a orientarse, a reconocer a mis seres queridos y a retomar el hilo de la realidad.
Les aseguro que no fue fácil, pues me esperaba un largo camino que aún estoy recorriendo. La enfermedad te sumerge en un universo inesperado, de entrada ajeno, pero que poco a poco no te queda más remedio que ir asumiendo. En el Clínic recibí asistencia sanitaria de primer orden, como corresponde a su categoría, pero allí pasé también algunos de los peores momentos. Miserias e incomodidades fisiológicas aparte, no me faltó la desolación de ver fallecer a mi compañero de habitación o de presenciar su extremaunción estando convencido de que yo sería el siguiente en seguir sus pasos.
Me sentía como un trozo de carne al que había que asistir para todo y sin embargo, en aquellas horas lentas, conservaba en mi interior un pedazo de esperanza, de ilusión por volver a caminar, de recuperar aquellas cosas que habían dejado de ser cotidianas para convertirse en maravillosamente extraordinarias.
También tuve que volver a aprender a hablar. Hasta eso, un charlatán como yo, había perdido. Para iniciar la rehabilitación me enviaron al Hospital de l’Esperança, donde cuentan con un equipo excelente, y donde me convertí, por ocupar la cama primera de la habitación 11, en un 11-1. Las fisioterapeutas, insistentes y tenaces, suelen ser chicas con las que no se les ocurra nunca pelearse porque tienen una fuerza olímpica.
La logopeda que me trataba, a mí y a otros muchos en mi situación, era una voluntariosa y extraña mujer que, para reactivar los músculos de la boca, nos daba una orden e inmediatamente su contraria (abre-cierra, estira-contrae), con el consiguiente caos en la sala. Pero lo peor de estar en un hospital son las noches. Las enfermeras iban y venían voz en grito –en mi anterior habitación las veía pasar por el minúsculo fragmento de pasillo que vislumbraba desde la cama-, encendían las luces a horas insospechadas, te sacaban sangre, te tomaban la tensión y te despertaban una y otra vez para darte una pastilla que te ayudara a conciliar el sueño. Paradojas de la vida hospitalaria. Ojalá duerman ustedes a pierna suelta.
Les aseguro que una pareja que resista un ictus resistirá cualquier cosa. El enfermo está insoportable y la esposa convencida de que se equivoca en todo lo que hace, de manera que hasta la más imbécil discusión es posible. Uno se autoconvence –o lo hace la enfermedad- de que sus seres queridos están allí solo para atormentarle, para decirle lo que tiene que hacer, para obligarle a comer y a tragar una cucharada más que siempre es la penúltima.
Ahora estoy, como ya les dije, en el Hospital Fòrum, un centro nuevo y con excelentes instalaciones, pero que queda tan lejos de todo que casi necesitas pasaporte para llegar a él. Mi mensaje es que se tomen la vida con buen humor. En esta vida se pierden muchas cosas, pero la última debería ser la sonrisa. Confío en que este hombre convertido en número les haya servido para algo.
Continuamente recibimos lecciones, y la última me la acaba de dar mi hija. Me lamenté ante ella de no ser más que un paralítico, añoré tiempos pasados, el trabajo como periodista, la actividad del profesional más o menos agitada –a pesar de mi edad la he seguido manteniendo-, el orgullo de hacer un trabajo que te gusta, la pequeña vanidad del reconocimiento. Ella me miró y me replicó: a mí me parece más admirable enfrentarse a la enfermedad con el coraje con que lo está haciendo. No dedicarle el tiempo suficiente a mis hijas ha sido el gran pecado de mi vida. Una vez iba con la pequeña por la Diagonal y al agarrarle la mano para cruzar la calle me dijo “¿sabes que es la primera vez que me das la mano?” Era tan verdad que me entraron unas ganas secretas de llorar.
Si lo que se escribe es una declaración pública, declaro públicamente que la palabra de un hijo te puede enseñar más que las palabras de cien maestros. Perdonen al 11-1. Sigo siendo solamente un 11-1 y creo que no me van a dar ningún cargo en el ministerio, pero al menos espero no ver más miserias. Salud.
Francisco González Ledesma
Fuente: EL PAÍS
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