03 febrero 2010

Don Winslow: «Incluso los más malvados aspiran a ser comprendidos»



ELENA HEVIA/FOTO: DANNY CAMINAL


BARCELONA

Una exhibición de atrocidades. Una novela que haría palidecer a Sam Peckinpah. La versión narco-tex de El padrino. El corazón de las tinieblas a un lado y otro de Río Grande. Cualquier aproximación a la definición del horror (el centro neurálgico de esta novela) cuadra a una obra que suma ediciones. Don Winslow, un, aparentemente, apacible padre de familia, es su creador.



–La suya es una novela sobre la frontera y no sobre cualquiera. La que separa México de Estados Unidos es un símbolo inagotable.

–El libro, por supuesto, trata de esa frontera física. Yo vivo muy cerca, en San Diego, y cuando vas a Tijuana el paso del primer mundo al tercero es tan rápido como impactante. Pero la novela también explora otras fronteras.



–¿De qué tipo?

–Especialmente, las fronteras morales. La gran pregunta que se plantea la novela es que si has atravesado una de esas barreras éticas es imposible dar marcha atrás. Los personajes se adentran en territorios que jamás sospecharon que pudieran cruzar y ven que hacerlo es factible.



–¿Ha cambiado el imaginario del mexicano en Estados Unidos? ¿Siguen creyendo que más allá de Río Grande solo hay un agujero negro?

–Hay miedo y fascinación a partes iguales. Junto al temor a la inmigración y a la infiltración de la cultura latina convive una profunda atracción. Incluso como anglófono estás viviendo esa ambivalencia. Mi hijo juega al fútbol con chavales que hablan castellano entre ellos y en casa comemos más tortitas que pan.



–El tipo de documentación que maneja El poder del perro no se encuentra en los libros.

–No crea. Gran parte de la información la encontré en documentos gubernamentales.



–¿Pero imagino que habló con narcotraficantes? ¿En qué términos se realizaron las entrevistas?

–Hubo un entendimiento no explícito entre ambas partes. Yo fui honesto desde el principio. Les expliqué que no era periodista sino escritor de ficción y que quería captar bien su punto de vista.



–¿Y se sinceraban? ¿Tenían ganas de contar sus, digamos, hazañas?

–Incluso los más malvados aspiran a ser comprendidos.



–Usted se vio obligado a impregnarse de la violencia que rezuma la obra. ¿Fue muy doloroso?

–Yo no soy una persona muy profunda, lo confieso. Soy un tipo feliz a quien le gusta ir a la playa y practicar el surf, pero de repente me encontré buscando información sobre algunas de las acciones más terribles del ser humano. Y eso repercutió en mi vida familiar: naturalmente no me apetecía hablar de masacres de niños a la hora de la cena. Cuando le di a leer la novela a mi mujer, me miró asustaba, por lo que había escrito y, especialmente, por mí.



–Un católico sentimiento de culpa planea sobre la obra.

–La gente suele decir que este es un libro que habla de la droga. Yo creo que habla por igual de la religión. Soy de origen irlandés y he crecido en un entorno católico, en una religión que habla de la redención por la sangre, con esas iconografías tan crueles. La culpa es algo que persigue a todos los católicos aunque, como es mi caso, hayamos dejado de ir a misa hace muchos años.



–¿Cree que la guerra contra el narcotráfico está perdida?

–La guerra –y es una verdadera guerra que en los últimos años se ha cobrado 15.000 muertes– es un modelo erróneo para acabar con el tráfico de drogas. Siempre hay alguien dispuesto a sustituir al capo que acaba de ser eliminado y aumenta la violencia porque la gente lucha entre sí para cubrir ese puesto. Creo que en los próximos años las cosas no van van a hacer más que empeorar.



–¿Y no hay un resquicio para la esperanza?

–Deberíamos plantearnos una pregunta más profunda. ¿Por qué se consume? ¿Qué pasa con la sociedad moderna que hace que sea deseable escapar de la realidad?



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