Durante décadas fue militar de día y novelista escondido. Yasmina Khadra, seudónimo del gran autor argelino ensalzado por lectores y crítica, ha creado en Lo que el día debe a la noche una gran epopeya de su país buscando la "reconciliación con la Historia".
Quería ofrecer a Argelia un Doctor Zhivago, un Lo que el viento se llevó, pero no sé si lo he conseguido". "Quería que Argelia tuviera su gran saga literaria". Yasmina Khadra, de 54 años, no está aún del todo seguro de que su última novela sea esa gran epopeya histórica con la que soñó, pero el más célebre de los escritores argelinos, el más traducido de los novelistas árabes en vida, ha logrado un nuevo éxito en Francia unánimemente ensalzado por la crítica. Ce que le tour doit à la nuit (editorial Julliard, París) se colocó entre los más vendidos (125.000 ejemplares) el otoño pasado en Francia. Obtuvo incluso un par de premios, el que otorga France Télévisions y el que concede al mejor libro del año la revista literaria Lire. Este otoño inicia, por fin, su andadura internacional. Con el mismo título, traducido al castellano (Lo que el día debe a la noche), lo publica ahora Destino en España.
Argelia es un país que, 47 años después de su independencia, no se ha recuperado de la resaca colonial. Su clase política es la más francófona del Magreb, pero sigue aún polemizando sobre si Francia, la ex metrópoli, debe pedir disculpas por el pasado colonial y las exacciones que conllevó. Al sur y al norte del Mediterráneo, las heridas causadas por los 132 años (1830-1962) de dominación francesa no acaban de cicatrizar.
Por eso, "este país trágico y sublime ha sido siempre narrado desde un bando", se lamenta Khadra durante una entrevista en París. "Hemos pasado del estrabismo reductor de Albert Camus", cuyas principales novelas transcurren en la Argelia colonial, "al enfoque patriótico de un Kateb Yacine", portavoz literario del nacionalismo argelino.
Khadra se ha esforzado en superar esa dicotomía. "He intentado ampliar los ángulos, sugerir al lector un viaje iniciático a través de las alegrías y los sufrimientos de una nación tumultuosa", explica. "No es sólo una historia de amor, sino la historia de toda una época, con sus altibajos, sus vidas descarriadas, sus luchas enfurecidas y sus rechazos y exclusiones". "Tengo la sensación de haber escrito todos mis otros libros para poder merecer escribir éste".
Lo que el día debe a la noche guarda escasa relación con una historia de amor convencional. El amor imposible entre Younes, un joven argelino, y Émilie, una francesa, es sólo el colofón de un fresco histórico que cuenta cómo dos pueblos compartieron y amaron una misma tierra antes de enfrentarse por ella durante los seis años que duró la guerra de independencia de Argelia (1956-1962). Causó entre 300.000 y 400.000 muertos, el 90% argelinos.
Construida de manera lineal, la novela arranca en los años treinta cuando una mano criminal quema la cosecha de Issa, un campesino argelino. Endeudado hasta las cejas, se ve forzado a vender su diminuta finca a un colono francés y emigra con su mujer y sus hijos -Younes, el varón, es el protagonista- a Orán, la gran ciudad del oeste de Argelia.
A Younes le deslumbran los barrios residenciales, limpios y repletos de flores, pero no es ahí donde les instala su padre sino en Jenane Jato, un suburbio nauseabundo sumido "en un caos infinito, erizado de sórdidas casuchas y de garitos asquerosos". Las desgracias sucesivas que acontecen a su padre, arruinado y humillado, le obligan a entregar la custodia de su hijo a Mahi, un hermano farmacéutico, que vive en una de esas calles elegantes que fascinaron a Younes.
Mahi es un hombre culto, "pacifista y demócrata", casado con una francesa, Germaine, pero que frecuenta a intelectuales nacionalistas como Messali Hadj, el padre espiritual de la independencia argelina. A causa de estas amistades llega a ser brevemente detenido e incluso torturado por los franceses en una comisaría al poco de estallar la II Guerra Mundial. Decide entonces mudarse a la cercana Río Salado donde, rodeados de viñas y olivos, conviven en paz argelinos, franceses y españoles que practican las tres grandes religiones monoteístas.
Es ahí, en esa pequeña ciudad rebautizada hoy en día El-Malah, donde crecerá Younes o, mejor dicho, Jonás, el nuevo nombre que le da su familia adoptiva. Crecerá despreocupado, casi feliz y prácticamente asimilado por los franceses si no fuera porque alguna que otra puya le recuerda, de vez en cuando, su origen musulmán. "No pertenecemos al mismo mundo, señor Younes, y no le basta con el azul de sus ojos", le espetan en una ocasión.
Integrado en una banda de jóvenes franceses, Younes y sus amigos serán inseparables hasta que surge Émilie, la joven con "intensos ojos negros" cuya aparición resquebraja al grupo. Younes se enamora locamente de la chica, pero su madre le prohíbe acercarse a ella. El chaval se aleja entonces de sus compañeros, se aísla y se deprime. A la desdicha personal se añade la desgracia de la guerra de independencia.
Con su estallido, el pasado, la identidad musulmana de Younes sepultada por su educación francesa, rebrota bruscamente. "Tú no puedes comprender", le reprochará un combatiente nacionalista: "Eres de los nuestros, pero vives como ellos". Debe elegir entre una "Argelia argelina que nace con fórceps" y una "Argelia francesa que agoniza", entre su comunidad y sus amigos. Intentará evitarlo ayudando a unos sin renegar de los otros. Pertenece a ambos mundos.
A través de su protagonista, Khadra reivindica esa doble cultura, árabe-bereber y francesa, que poseen muchos de sus compatriotas empezando por él mismo. Niega tener una doble identidad, pero sí admite "disfrutar de una doble cultura, la de Occidente y la de Oriente". "Y eso me enriquece y me acerca a más seres humanos".
Esa defensa de la biculturalidad indispone, reconoce, "a los nostálgicos de la Francia colonial y a aquellos empeñados en vengar Argelia". "Tengo enemigos, pero ésa es la última de mis preocupaciones", añade. "Siempre trabajé para acercar a los pueblos y apaciguar los espíritus". "Me gusta la gente y disfruto tratando de hacerla soñar". "No predico el perdón pero sí, digamos, el acceso a la madurez", sostiene Khadra. "En el fondo, mi novela es una reconciliación con la Historia escrita con mayúscula". "No se puede usted imaginar cuánto ha contribuido a aliviar las memorias, sobre todo la de los pieds-noirs", esos cientos de miles de franceses nacidos en una tierra, Argelia, que se vieron obligados a abandonar en 1962 para instalarse en una metrópoli que desconocían. "Estoy orgulloso de ello", sentencia.
A la dicotomía franco-argelina se añade otro ingrediente cultural: la influencia española. Río Salado, la pequeña urbe a la que se traslada el farmacéutico con su familia, lleva un nombre español. En ese occidente argelino, a tan sólo 140 kilómetros de la costa de Almería, había en los años cincuenta decenas de miles de inmigrantes españoles que trabajaban como mecánicos, fontaneros o camareros.
"Para muchos, la Argelia colonial es sólo francesa, pero la huella española sigue aún viva en la región de Orán", asegura Khadra. "A los vestigios de las sucesivas conquistas y de las desbandadas españolas a lo largo de cinco siglos se añaden los recuerdos de una convivencia exitosa entre árabes y españoles". "Hay aún en Orán abuelas que hablan un español fluido". "Hemos descuidado esa vertiente de la historia". "Me pareció necesario rememorarla en mi libro".
Y Khadra se embala cuando evoca los lazos culturales: "¿No estuvo Cervantes cautivo durante cinco años en Argel? ¿No será su experiencia argelina la que le habrá inspirado, en parte, Don Quijote, la novela más fabulosa de todos los tiempos? ¿No será ese libro de caballerías el que despertó en mí esa sensibilidad por las cosas absurdas de este mundo?". "¡Es inconcebible que creamos que somos ajenos los unos a los otros!".
Lo que el día debe a la noche marca una ruptura en la obra de Khadra. Hasta ahora la mayoría de sus novelas describían la radicalización islamista y violencia terrorista, primero en su país y más tarde en otros escenarios como Afganistán, Palestina, Irak y Líbano. "En algunos de esos libros cogía al lector occidental de la mano para llevarle lo más cerca posible de ese hombre que se suicida con un cinturón de explosivos en medio de la muchedumbre", recuerda. "Le conduje al origen del malentendido entre Oriente y Occidente".
Aquellas novelas estaban impregnadas de su experiencia militar. Yasmina Khadra es, en realidad, el seudónimo femenino de Mohamed Moulessehoul, que muy a principios de esta década era aún comandante del Ejército argelino, en el que pasó 36 años de su vida. Nacido en Kenadsa (Sáhara argelino), ingresó con nueve años en la Escuela Nacional de Cadetes de la Revolución que formaba a los futuros oficiales.
Su madre era una nómada analfabeta y su padre, un enfermero que se adhirió en 1956 a la lucha armada contra los franceses, sólo leía crónicas políticas en la prensa. En su casa no había un solo libro. Aun así Khadra rechaza que el ambiente familiar fuese un obstáculo a su vocación de escritor. "En casa se hablaba con tacto", recuerda. "Para hacerse reproches se recurría a adagios y metáforas evitando así herir susceptibilidades". "Es ahí donde me topé con el Verbo".
A la delicadeza del lenguaje familiar se añadía la estirpe. "Conozco mi árbol genealógico desde finales del siglo XV", asegura. "Entre los Moulessehoul hubo jeques, grandes poetas, sabios, diplomáticos, consejeros de sultanes y nómadas eruditos". "Fue el colonialismo el que desfiguró a mi familia abocándola a la pobreza y al éxodo". En 1955 nació, sin embargo, un escritor.
El auténtico impedimento a la eclosión literaria fue ese ejército de corte soviético en el que se crió Khadra. "Su ambiente es el menos compatible que puede haber con la creación literaria y el pensamiento", reconoce. "Para más inri, en la tradición argelina el intelectual es un subversivo, casi un traidor". "Mi labor exasperaba a la jerarquía". "A mis jefes les sacaba de quicio ver que el periódico hablaba de mí". "Era considerado como un cuerpo extraño en su seno y hasta suscitaba rechazo". Aun así no le retiraron la autorización para publicar libros.
A Khadra no le quedaba más remedio que "vivir la literatura en la más absoluta intimidad". "Era mi refugio, mi ciudad prohibida cuya puerta nadie podía franquear", recuerda. "Aprendí a convivir con esa doble gorra, la de oficial en una unidad de élite entregada a la lucha antiterrorista y la de escritor por la noche, durante mis ratos de ocio, mis permisos".
El empeño en escribir le costó a Khadra su carrera castrense. No pasó de comandante mientras sus compañeros de promoción de la Academia Militar de Cherchell seguían ascendiendo. En sus últimos nueve años bajo el uniforme cambió de destino once veces. Se pudría en cuarteles remotos. Aquellos vaivenes fueron probablemente una velada sanción. "Seguir escribiendo fue, más que nunca, un acto de resistencia", sostiene.
"No hay mal que por bien no venga", se consuela retrospectivamente. "Gracias al Ejército conozco todos los rincones de mi país". "Gracias al Ejército he podido disecar la naturaleza humana y me he codeado con la violencia, con la guerra". "El Ejército fue mi infancia, mi adolescencia, mis mejores años". "Baudelaire me enseñó a ser alquimista: sé extraer el oro del barro". "Del Ejército pude extirpar todo aquello provechoso para mi vocación de escritor". "Aún hoy en día mis mejores amigos son militares, algunos incluso generales". "Les quiero con la misma intensidad que hace 40 años".
Acaso sea por eso que Khadra siempre se negó a criticar a un ejército acusado, por desertores y grupos de derechos humanos, de cometer todo tipo de tropelías durante esa guerra civil larvada entre Fuerzas Armadas e islamistas que vivió Argelia en los noventa. Le costó cerca de 200.000 muertos. Aunque con mucha menos intensidad, el terrorismo sigue aún azotando al país.
Defiende al Ejército, pero se muestra duro con el régimen que sustenta. "Los años de terror y asesinatos, los millares de muertos y de atentados", se lamentaba Khadra en EL PAÍS en 2007, "no han servido para que nuestros gobernantes recapaciten sobre la realidad". "(...) sólo piensan en sus negocios, chanchullos y tráficos de influencias".
Khadra colgó el uniforme y, en 2001, se trasladó a México con su mujer y sus tres hijos antes de instalarse en Francia, primero en Aix en Provence (sureste) y ahora en París. Ha conservado su seudónimo compuesto por el segundo y tercer nombre de su esposa, Amal Benaboura. "Lo hice por comodidad y por fidelidad a una mujer valiente que ha sufrido a mi lado", explica. "Mi seudónimo es una magnífica historia de amor, de saber compartir y de paciencia".
Francia ha sido el trampolín de su éxito. Publicado en 36 países, desde Vietnam a Brasil, y en 33 idiomas, es el escritor árabe vivo más leído. El atentado, con 400.000 ejemplares vendidos en Francia, es su novela más famosa. Productoras cinematográficas han comprado los derechos de tres de sus libros. Más importante aún: "Ahora soy el orgullo del Ejército argelino". "¡Qué gran paradoja!".
Aun así, Khadra no está del todo satisfecho. Deja caer, a veces, que a su currículo le falta algún gran premio literario francés como el Goncourt o el Renaudot. "¡No conozco a muchos galardonados con el Goncourt que tengan mi audiencia!", ironiza. Se le presenta demasiado, se queja, como un ex militar intentando así empequeñecer su obra. "París siempre se empeña en acallar al verdadero talento argelino y fomenta disidencias y novelas antiargelinas", continúa con su denuncia. "Para ser alabado basta con insultar los valores de Argelia". "Quiero demasiado a mi país para traicionarlo por un premio". "¡Que los jurados se guarden sus galardones mientras yo conserve a mis lectores!". "¡Ellos son la verdadera consagración del escritor!".
Por amor a un país cuyo régimen censura, Khadra aceptó incluso en 2007 un cargo, el de director del centro cultural argelino en París, que le ofreció el presidente Abdelaziz Buteflika. La decisión le valió una ráfaga de críticas. "¿Qué ha pasado para que Moulessehoul descubra de sopetón las virtudes de un sistema que él mismo tacha de podrido?", se preguntó la escritora y ex ministra Leila Aslaui. Khadra no grita nunca, pero cuando se le recuerdan estas afrentas se le endurece el timbre de su voz: "El cargo no lo desempeño por dinero ni para disfrutar de privilegios. Sólo quiero ayudar a mi país. Son ustedes, la prensa occidental, los que intentan hacer creer que un argelino sólo es creíble si está en contra de su país. No reniego de mis raíces ni de mi patria. Mi cargo no me impide expresarme con la misma virulencia y lucidez. Le dije un día a un gran académico francés: 'Si después de haberme leído le sigo resultado sospechoso es que usted no comprende nada la literatura".
IGNACIO CEMBRERO