El escritor chileno conversa sobre la literatura policial étnica que cultiva y que caracteriza El caso del rinoceronte deprimido, obra que lanzó en la Feria del Libro
Sentado en una silla de fuerte respaldo y con posabrazos firmes. El codo izquierdo apoyado en la mesa y paralelo a su torso, para que la mano diestra, en semipuño, sirva de apoyo a la frente.
Ésa fue la primera imagen de Bartolomé Leal a un costado de la piscina de Club Social de Cochabamba.
Con la diestra, el escritor chileno, único invitado extranjero para la III Feria Internacional del Libro de la “Llajta”, hojeaba el más reciente número de la revista Correveidile, dedicada a relatos sobre la ciudad de La Paz en el Bicentenario de su gesta libertaria.
En la casi penumbra de las siete de la noche valluna —aún no del todo veraniega, por el sol bajo—, Leal conversa de su nuevo libro, El caso del rinoceronte deprimido, editado por Nuevo Milenio y presentado en el evento que concluye hoy, y en ningún momento deja de evocar los lazos que le unen a Bolivia, país en el que pasó su luna de miel, en el que cultivó varios amigos de la literatura, en el que trabajó como consultor de las Naciones Unidas, y que tiene a su sede de Gobierno —esa hoyada tan bien reflejada en los cuentos de Correveidile— como personaje central de su premiada novela Morir en La Paz.
—¿Cómo se posibilitó tu llegada a esta feria?
—Mi amigo Marcelo Paz Soldán (director de Nuevo Milenio y presidente de la Cámara Departamental del Libro de Cochabamba) me invitó hace ya seis meses. Entre bromas, yo le dije: “Pero para qué voy a ir si no tengo ningún libro nuevo”, y él me respondió “entonces habrá que hacerlo”.
La verdad es que ya tenía listo hace tiempo este libro (toma de la mesa un ejemplar del rinoceronte…) se lo mandé, le gustó y lo publicó; así de rápido y simple.
—¿Cómo resumes tu novela, qué puedes contar de ella?
—Es un divertimento, una nouvelle cómica y ligera que se puede leer en un par de horas (tiene 122 páginas). La trama gira en torno a un zafari en África y las peripecias que el guía —el detective Tim Tutts, que ya apareció en una anterior novela mía— y las “rubiecitas”, el grupo que dirige, sufren luego de descubrir el cadáver de un hombre y, a su lado, un rinoceronte llorando.
Hay dos claves. Que no es el zafari de antes, al estilo Hemingway, en el que los hombres salían a matar leones, sino casi un juego entre muchachos ricos y desocupados, y lo otro, el rinoceronte no lloraba porque estaba triste por la muerte de su amigo, como Tim hizo creer al grupo, sino que estos animales siempre lloran porque no tienen párpados y así se protegen los ojos.
La historia de la investigación que Tim emprende sobre el crimen, que centraliza la trama, se desarrolla en el monte de Kenia, donde vive la cultura meru y que fue el epicentro de los movimientos contra la colonización británica en los años 60.
—¿Tu narrativa se ajusta al género negro, policial tradicional, o tienes otros aportes y tendencias?
—Sobre la base que fundamenta a la novela policial clásica: detective, crimen, misterio y criminal, me adscribo a la tendencia francesa de la literatura policial étnica.
Francesa porque se lee, edita y vende más y mejor en ese país, y es allí donde hay más cultores, pero los dos grandes maestros son el australiano Arthur Upfield, que trabaja en temas de mestizaje, y el estadounidense Tony Hillerman, que tiene una extraordinaria obra policial sobre los indios navajos.
—¿Cómo te decantaste por este estilo?
—Yo soy un nómada por excelencia. Trabajo hace mucho en la ONU (Organización de las Naciones Unidas) y he viajado por decenas de países, lo que me ha ayudado a identificar, desarrollar y apreciar mis raíces y las distintas estirpes.
Me interesa particularmente la temática de la opresión, el colonialismo, con lo que se puede crear un género negro más social, muy diferente al del detective que juega al adivino en la literatura de Agatha Christie.
—Muchos autores hacen un parangón perfecto entre el arte y el oficio de escribir con la concepción, desarrollo y resolución de la novela policial.
—Es así. Sobre todo no se puede dejar de equiparar la concepción de un libro con la investigación policial. Para escribir, uno hace una gran pesquisa en la memoria; las experiencias, vivencias que uno encuentra, recuerda, se van transformando, y así, uno más que escribir, va reconstruyendo los retazos que la memoria —la gran fuente, por definición— filtra.
El siguiente paso, en la labor de escribir, es investigar, es decir, hilar, unir las pistas y eso hoy en día es mucho más fácil gracias a la internet.
Pero ya que tocas este tema, me acuerdo de algo que dijo Poe, el gran maestro y padre del género policial. En su relato El hombre en la multitud dice algo así como que “el hombre observa, mira los rincones, las calles y distingue la maldad, la violencia, el peligro entre la multitud”.
De ahí parte una buena investigación detectivesca y, a la vez, así se puede reunir un buen material para escribir.
—Ahora, con la internet —dijiste— todo es más fácil. ¿Cuánto te vales de la tecnología para tu oficio de escritor?
—Para mí, la internet es absolutamente fundamental. Yo creo que la principal función del ciberespacio es que es un gran almacén, al menos de eso me sirve a mí. No tengo página web o blog propio, pero me nutro mucho de éstos y aporto en varios.
Las revistas, los diarios, tarde o temprano, irán a reciclaje, pero un texto colgado en una página web se puede rescatar y conservar a placer.
—¿Cuál es tu acercamiento y relación con Bolivia y con la literatura boliviana?
—Yo viví durante un año, entre 1993 y 1994, en La Paz, debido a mi trabajo en la ONU, y desde ahí viajé mucho por los Yungas, por Cochabamba y el Chapare.
De su literatura, pese a que leí bastante, no puedo decir que la conozco lo suficiente. Leí varios libros de Ramón Rocha Monroy, de Edmundo Paz Soldán. Me encantó American Visa (de Juan de Recacoechea), que creo que es una de las grandes novelas negras de América Latina, aunque la versión para cine está bastante mala.
Sentado en una silla de fuerte respaldo y con posabrazos firmes. El codo izquierdo apoyado en la mesa y paralelo a su torso, para que la mano diestra, en semipuño, sirva de apoyo a la frente.
Ésa fue la primera imagen de Bartolomé Leal a un costado de la piscina de Club Social de Cochabamba.
Con la diestra, el escritor chileno, único invitado extranjero para la III Feria Internacional del Libro de la “Llajta”, hojeaba el más reciente número de la revista Correveidile, dedicada a relatos sobre la ciudad de La Paz en el Bicentenario de su gesta libertaria.
En la casi penumbra de las siete de la noche valluna —aún no del todo veraniega, por el sol bajo—, Leal conversa de su nuevo libro, El caso del rinoceronte deprimido, editado por Nuevo Milenio y presentado en el evento que concluye hoy, y en ningún momento deja de evocar los lazos que le unen a Bolivia, país en el que pasó su luna de miel, en el que cultivó varios amigos de la literatura, en el que trabajó como consultor de las Naciones Unidas, y que tiene a su sede de Gobierno —esa hoyada tan bien reflejada en los cuentos de Correveidile— como personaje central de su premiada novela Morir en La Paz.
—¿Cómo se posibilitó tu llegada a esta feria?
—Mi amigo Marcelo Paz Soldán (director de Nuevo Milenio y presidente de la Cámara Departamental del Libro de Cochabamba) me invitó hace ya seis meses. Entre bromas, yo le dije: “Pero para qué voy a ir si no tengo ningún libro nuevo”, y él me respondió “entonces habrá que hacerlo”.
La verdad es que ya tenía listo hace tiempo este libro (toma de la mesa un ejemplar del rinoceronte…) se lo mandé, le gustó y lo publicó; así de rápido y simple.
—¿Cómo resumes tu novela, qué puedes contar de ella?
—Es un divertimento, una nouvelle cómica y ligera que se puede leer en un par de horas (tiene 122 páginas). La trama gira en torno a un zafari en África y las peripecias que el guía —el detective Tim Tutts, que ya apareció en una anterior novela mía— y las “rubiecitas”, el grupo que dirige, sufren luego de descubrir el cadáver de un hombre y, a su lado, un rinoceronte llorando.
Hay dos claves. Que no es el zafari de antes, al estilo Hemingway, en el que los hombres salían a matar leones, sino casi un juego entre muchachos ricos y desocupados, y lo otro, el rinoceronte no lloraba porque estaba triste por la muerte de su amigo, como Tim hizo creer al grupo, sino que estos animales siempre lloran porque no tienen párpados y así se protegen los ojos.
La historia de la investigación que Tim emprende sobre el crimen, que centraliza la trama, se desarrolla en el monte de Kenia, donde vive la cultura meru y que fue el epicentro de los movimientos contra la colonización británica en los años 60.
—¿Tu narrativa se ajusta al género negro, policial tradicional, o tienes otros aportes y tendencias?
—Sobre la base que fundamenta a la novela policial clásica: detective, crimen, misterio y criminal, me adscribo a la tendencia francesa de la literatura policial étnica.
Francesa porque se lee, edita y vende más y mejor en ese país, y es allí donde hay más cultores, pero los dos grandes maestros son el australiano Arthur Upfield, que trabaja en temas de mestizaje, y el estadounidense Tony Hillerman, que tiene una extraordinaria obra policial sobre los indios navajos.
—¿Cómo te decantaste por este estilo?
—Yo soy un nómada por excelencia. Trabajo hace mucho en la ONU (Organización de las Naciones Unidas) y he viajado por decenas de países, lo que me ha ayudado a identificar, desarrollar y apreciar mis raíces y las distintas estirpes.
Me interesa particularmente la temática de la opresión, el colonialismo, con lo que se puede crear un género negro más social, muy diferente al del detective que juega al adivino en la literatura de Agatha Christie.
—Muchos autores hacen un parangón perfecto entre el arte y el oficio de escribir con la concepción, desarrollo y resolución de la novela policial.
—Es así. Sobre todo no se puede dejar de equiparar la concepción de un libro con la investigación policial. Para escribir, uno hace una gran pesquisa en la memoria; las experiencias, vivencias que uno encuentra, recuerda, se van transformando, y así, uno más que escribir, va reconstruyendo los retazos que la memoria —la gran fuente, por definición— filtra.
El siguiente paso, en la labor de escribir, es investigar, es decir, hilar, unir las pistas y eso hoy en día es mucho más fácil gracias a la internet.
Pero ya que tocas este tema, me acuerdo de algo que dijo Poe, el gran maestro y padre del género policial. En su relato El hombre en la multitud dice algo así como que “el hombre observa, mira los rincones, las calles y distingue la maldad, la violencia, el peligro entre la multitud”.
De ahí parte una buena investigación detectivesca y, a la vez, así se puede reunir un buen material para escribir.
—Ahora, con la internet —dijiste— todo es más fácil. ¿Cuánto te vales de la tecnología para tu oficio de escritor?
—Para mí, la internet es absolutamente fundamental. Yo creo que la principal función del ciberespacio es que es un gran almacén, al menos de eso me sirve a mí. No tengo página web o blog propio, pero me nutro mucho de éstos y aporto en varios.
Las revistas, los diarios, tarde o temprano, irán a reciclaje, pero un texto colgado en una página web se puede rescatar y conservar a placer.
—¿Cuál es tu acercamiento y relación con Bolivia y con la literatura boliviana?
—Yo viví durante un año, entre 1993 y 1994, en La Paz, debido a mi trabajo en la ONU, y desde ahí viajé mucho por los Yungas, por Cochabamba y el Chapare.
De su literatura, pese a que leí bastante, no puedo decir que la conozco lo suficiente. Leí varios libros de Ramón Rocha Monroy, de Edmundo Paz Soldán. Me encantó American Visa (de Juan de Recacoechea), que creo que es una de las grandes novelas negras de América Latina, aunque la versión para cine está bastante mala.
Por:Martín Zelaya Sánchez* 18-9-09
http://www.laprensa.com.bo/
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